Mostrando entradas con la etiqueta mundo de los espíritus. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta mundo de los espíritus. Mostrar todas las entradas

domingo, 7 de diciembre de 2014

LA HISTORIA DEL "AGUA DE FUEGO"


El "agua de fuego", famosa por el uso y abuso que se muestra en las películas del Oeste, siempre por parte de los indios, tiene un origen muy curioso. Y éste origen nos muestra que la funesta adicción que tuvieron todas las tribus indias no sólo tenía bases biológicas, por necesidad fisiológica de seguir consumiendo, sino que en un primer momento fue cultural. Me explico.

Cuando las poblaciones indígenas de América del Norte no conocían aún al hombre blanco, al rostro pálido; cuando estos pueblos no habían contactado con el mundo occidental, vivían según sus tradiciones. Tradiciones ancestrales, que habían ido pasando de generación en generación. Y en todos los poblados de las distintas tribus había unas personas que eran las depositarias del saber ancestral. Y, según sus creencias, eran las encargadas de contactar con el mundo de los espíritus; con el espíritu del lobo, del oso, del águila, del bisonte, de sus antepasados. Estas personas eran los chamanes.





Los chamanes eran respetados en toda la tribu, pues eran los que en todo momento sabían lo que le convenía al poblado. Y llegaban a saberlo a través del contacto con el más allá. Para conseguir entrar en trance, y para conseguir hablar con los espíritus, se ayudaban de una serie de plantas, -"plantas de poder" son llamadas en los círculos esotéricos- que le permitían, tras un proceso de fermentación, entrar en un estado "alterado de conciencia" en el que le era más fácil hablar con los antepasados. Este proceso hacía que el chamán fuera uno de los poderes fácticos de la tribu. Pero llegó el hombre blanco.

Los españoles primero, y los anglosajones después, se dieron cuenta de las posibilidades que se abrían a su conquista si usaban como armas, no los sables, ni las balas, ni los mosquetes, sino otra arma mucho más sutil y aparentemente inocua: el alcohol.
Con los primeros contactos llegaron los primeros intercambios. En esos intercambios comerciales realizados en territorio indio, éstos le ofrecían al hombre occidental, de forma hospitalaria, aquello que tenían. ¿A quién, recibiendo una visita de gente forastera, no le gusta presumir de sus tradiciones, de su cultura? ¿A quién, a poco orgulloso que se sea, no le gusta presumir de su tierra? Y los indios, orgullosos de su tierra, de su cultura y de sus raíces, le ofrecieron al hombre blanco la bebida fermentada de sus chamanes, le ofrecieron uno de los secretos guardados durante generaciones, como muestra de amistad.


Y el hombre blanco, como casi siempre ha hecho en los lugares a donde ha llegado, se rió de su bebida, se mofó de sus costumbres, ridiculizó sus tradiciones. "Nosotros tenemos bebida más potente", tronó la voz del hombre blanco con orgullo y desprecio. "Nosotros, con una aparato llamado alambique, destilamos una bebida mucho más fuerte", sentenció el hombre blanco. "Nosotros os daremos a beber <<agua de fuego>>".

Y los indios la probaron. Y vieron que era cierto lo que les decía el hombre blanco. Ese agua era más potente que su bebida fermentada. Ese "agua" quemaba la boca, el paladar, la garganta; quemaba allá por donde iba pasando en el interior del organismo del indio. 

Pero lo que más le atrajo al indio de aquella bebida que había traído el hombre blanco no era que quemara; no era que fuera más potente que la suya; no era aceptar una "supuesta" superioridad cultural del visitante extranjero. Lo que más le atrajo al indio es que podía alcanzar el estado "alterado de conciencia" mucho más rápidamente que con su bebida fermentada. Era que podía alcanzar antes, y con mayor intensidad, el mundo de los espíritus; el mundo de sus antepasados. Pero, además, para el indio de la tribu, para el sencillo componente del pueblo, que aún hacía labores de cazador y recolector, tenía otra ventaja. Esta ventaja era quizá más importante que la anterior. Esta ventaja era la facilidad de acceso al "agua de fuego".


Mientras la obtención de bebidas fermentadas requería un arduo y costoso proceso -selección de hierbas, recogida, secado, mezclado y espera- el "agua de fuego" era tan fácil de conseguir como que bastaba simplemente acordar con el hombre blanco un precio; que solía consistir en pieles de bisonte, de castor o de algún otro animal que caía en las redes del cazador recolector; para que este extranjero le trajera una remesa más o menos amplia de ese "agua de fuego" que les permitiría acceder a un mundo que hasta ahora les había sido vedado y que, hasta ahora, sólo pertenecía a los chamanes.


El pueblo indio de Norteamérica se aficionó al "agua de fuego" no porque fueran estúpidos, que no lo eran. Se aficionó no porque comenzaran a beber sin sentido de la medida. Se aficionó no sólo por razones fisiológicas, aunque el alcohol les producía la misma dependencia física que a los europeos. El pueblo indio se aficionó al "agua de fuego" porque les permitía acceder al mundo de los ancestros. Porque les permitía alcanzar un lugar que hasta entonces había estado vedado sólo a unos pocos escogidos entre su pueblo. Se aficionó, en suma, por una razón cultural.

Y, por supuesto, porque el hombre blanco usó la cultura de un pueblo para su propio beneficio, que pasaba por la destrucción de ese mismo pueblo.


Un débil rayo de esperanza aparece en el horizonte para la Nación India en este siglo XXI. Parece ser que en las reservas donde se encuentran los últimos descendientes de esa raza de hombres valientes y orgullosos, estos descendientes están devolviendo también, de modo muy sutil, como venganza poética, la jugada. Ante la codicia del hombre blanco, el pueblo indio ha puesto en marcha un negocio de casinos, y gracias a esa misma codicia, está usándola para conseguir los fondos necesarios para el resurgir de su cultura.

Quizá, algún día, la figura del hombre de las praderas, fuerte, orgulloso y altivo pueda volver a recortarse en el horizonte. Pero para eso, aún queda bastante tiempo.