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jueves, 7 de junio de 2018

LCP Cap. 80: RETAZOS DE LOS MAASAI


Queridos amigos de CulturaySerenidad, y, por ende, de LA CULTURA DE LOS PUEBLOS. Nos quedan unos detalles del pueblo Maasai que no querría dejar pasar, aunque no me ha sido posible (o no he tenido la habilidad suficiente) reflejarlos en el relato de Makutule y Lengwesi. Son los siguientes:

Comparten con los pueblos Hamíticos ciertas costumbres como el abstenerse de beber leche al comer carne, el afeitado de las cabezas de las mujeres, la extirpación de los dos incisivos centrales inferiores, el uso de interminables saludos y bendiciones, y se consideran el pueblo escogido de Dios, de Ngai. De hecho, estas coincidencias junto con el gran peso del Laibón en su organización social, que se comportaría tal como lo hacen los jueces del pueblo de Israel, en el Antiguo Testamento, han hecho que algunos estudiosos mantengan que se trataría de la tribu perdida de Judá.

El Laibón se ocupa de ser el médico, consejero espiritual, experto en rituales y adivino. Los laibones tienen amplios conocimientos en cuanto a la prevención y a la curación de las enfermedades del ganado, más aun que el que pueden tener para los humanos, hecho este último que vimos en los capítulos en que Makutule es instruido por Obago en distintas maneras de curar las enfermedades de los Maasai. Hay quién los distingue, dentro de cada clan, en tres tipos: los que traen la lluvia, los adivinos y el Laibón Mayor.

Mokompo, laibón maasai. Foto cortesía de Stuart Butler

Los Maasai acostumbrar a reunirse en comunidad para rezar, lo cual no quita que sea fácil escuchar en su vida diaria expresiones y oraciones que indican su fe religiosa en el día a día. Una de sus características es que Ngai, Dios, puede ser masculino o femenino. Así una canción dice "aiyai de Naamoni" (Ella a quien yo oro), mientras otra reza "ingumok de Olasera" (Él, de muchos colores).

Para los Maasai no existe el más allá, por lo que no le ven sentido el rezar u honrar a sus muertos. Cuando un maasai anciano está muy enfermo, y ve que ya no va a sanarse, sino que posiblemente morirá, se produce en el poblado un gran alboroto.

Anteriormente, solía quemarse el enkang y desplazarse la comunidad a otro lugar. Pero actualmente, con las fronteras entre Kenya y Tanzania y con las restricciones a dichos movimientos de las leyes se ha pasado a otro comportamiento.

En el poblado, a la puerta de la choza donde está el moribundo, se agolpan las mujeres, llorando, haciendo las veces de plañideras. Mientras, la familia del anciano va preparando unas parihuelas y aquello que le pueda permitir vivir durante 24 horas al anciano. 

Una vez todo dispuesto, arranca del enkang la comitiva, encabezada por los familiares del moribundo, que va en las parihuelas hechas al efecto, seguido por las plañideras, y el resto del poblado. Cuando ya están lejos del poblado, en un sitio en el que esté al resguardo de la brisa nocturna, abandonan al moribundo con los pocos enseres que le han llevado. Y se vuelven hacia el poblado, hacia el enkang. No suele darle tiempo a la enfermedad del anciano a acabar con su vida. El sol, el hambre y las fieras salvajes acabarán con él, estas últimas incluso a veces antes que la comitiva que lo acompañaba haya llegado de vuelta al poblado. Así, dura, es la muerte del anciano maasai.

martes, 9 de junio de 2015

LAS CRISIS DE EDAD (IV): LOS 50 Y EL SENTIMIENTO DE MUERTE


La crisis de los 50, a diferencia de la crisis de los 40 en la que se trataba más de una autoafirmación del propio ser humano, es más de tipo existencial. No se trata de volver a ser el ser joven y triunfador que se fue o que se podría haber sido veinte años atrás. No se trata de enfrentarse al paso del tiempo, hacer un quiebro a la vida y sentirse nuevamente con el poderío físico y funcional de los veinte o veinticinco años. La crisis de los 50 años, más bien, comienza cuando el ser humano toma consciencia de su finitud. De que forma parte de un organismo vivo en un planeta llamado Tierra; y que, como todos los organismos vivos, tiene un final.


Un final al que está abocado, diríamos que sentenciado. Un final que le iguala al resto de los seres vivos. Un final que es la muerte. Pero, por desgracia, y como gran diferencia con el resto de los seres vivos, el hombre, el Homo sapiens, es consciente de ese final. Tan consciente que lo ha podido estudiar en todos sus entresijos biológicos. La parada del corazón. La muerte cerebral. De hecho, hasta existe una disciplina, la tanatología, que estudia todo aquello relacionado con la muerte. Podría decirse que el hombre, al ser consciente de la muerte como final de la vida tal y como la conocemos en este planeta, le ha preocupado, le ha obsesionado el saber todo lo posible para poder "vencerla".

"Vencer" a la muerte. Desde la noche de los tiempos, desde las cavernas donde el "brujo" cantaba sortilegios sobre el cazador herido o el niño con calentura hasta hoy con nuestras avanzadas técnicas de resonancia magnética que nos permiten descubrir alteraciones anatómicas en zonas de difícil acceso incluso con técnicas quirúrgicas, el hombre ha tratado de curar las enfermedades como una de las formas de vencer a la muerte. Y se han conseguido grandísimos avances. La esperanza de vida ha aumentado de 20-30 años hasta los 80 años. Enfermedades que suponían una muerte segura hace 50 años, ahora se curan, o en el peor de los casos se convierten en crónicas. Por todo ello nos debemos felicitar. Pero no nos equivoquemos. No hemos vencido a la muerte. Hemos conseguido una prórroga. La muerte, implacable, llega.

Quizá uno de los grandes miedos a la muerte es saber si todo se queda ahí. Biológicamente sabemos que sí. Los estudios, los cementerios, las necrópolis, incluso la gran cantidad de fósiles de otros seres que vivieron hace millones de años así lo demuestran. Sin embargo, esa misma consciencia del hombre sobre su propia finitud "biológica" hace que se pregunte sobre si no existirá algo más. Sobre si no habrá un más allá, otro tipo de existencia distinta. Y aquí entra otro de los grandes temores del ser humano. Su incertidumbre sobre la muerte. La consciencia del ser humano hace que éste se sienta algo más que un ente biológico. Por tanto, le cuesta mucho pensar que el final sea el final biológico de su cuerpo. Y, de forma inconsciente, salvo aquellos que han interiorizado profundamente el fundamento biológico de la vida, piensa que debe existir una continuidad. Que la muerte no es el final, sino más bien un tránsito hacia otro tipo de existencia. Y es precisamente ese miedo a no saber lo que hay más allá uno de los motores del ser humano. Porque ese miedo es uno de los orígenes del sentimiento religioso en el hombre, en esa especie racional que habita el planeta Tierra, el Homo sapiens.