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jueves, 9 de agosto de 2018

LA SANTIDAD DE SANTA MÓNICA


Queridos amigos de CULTURA Y SERENIDAD, nuevamente traemos a colación un tema religioso a ésta ventana a la cultura. Y, ¿por qué? Pues porque el que ésto escribe ha estado leyendo, ya lo dije al entrada pasada, "Las Confesiones", de San Agustín. Y, aparte de todo el legado teológico que nos hace llegar desde aquellos finales del s. III y principios del s. IV de nuestra era, ha habido dos cosas que a este humilde lector le han llamado la atención.

La primera ya la conté al semana pasada. Lo poco que habla San Agustín sobre su hijo Adeodato. La segunda, toca hoy, y es sobre Santa Mónica, la madre de San Agustín.

La muerte de Santa Mónica (Ottaviano Nelli, 14-10-1420, iglesia de San Agustín en Gubbio, Italia)
En un primer momento me iba a referir, y lo haré, a su muerte, tal como la relata su hijo. Pero, sin embargo, releyendo su historia, y teniendo en cuenta que no se conoce canonización oficial, sino que tan sólo se celebraba su memoria el 4 de mayo. Con el advenimiento del nuevo calendario gregoriano en el s. XVI se consideró que habría que pasar su fiesta un día antes de la de San Agustín, es decir, al 27 de agosto, que está cerca de nosotros; digo que reflexionando sobre todo ello cambié el título de la entrada. Y le pusé el que rige más arriba.

Pero empezaré por su muerte, narrada en el libro IX de Las Confesiones, de San Agustín:

"...cayó enferma con grandes fiebre. Uno de esos días tuvo un desvanecimiento, perdió los sentidos y no reconocía a los que la rodeaban. Acudimos todos... Y luego, viéndonos sumidos en una asombrada tristeza, continuó: "Aquí sepultaréis a vuestra madre...Sólo os ruego que me recordéis siempre ante el altar del Señor". Y habiendo expresado este último deseo con las palabras que pudo concertar, se hundió en el silencio, y su enfermedad se agravó... Y fue así como al noveno día de su enfermedad y al año quincuagésimo sexto de su vida y al trigésimo tercero de la mía, salió de su cuerpo aquella alma pía y religiosa." (Las Confesiones, libro IX, capítulo 11; San Agustín).

Lo primero que me sorprendió de la muerte de Santa Mónica fue que, rodeada de dos de sus hijos y de aquellos que la querían, nadie habla de avisar a un médico. Ninguno de los presentes habla de la posibilidad de que haya una cura para sus fiebres. Y esto me produjo un fuerte contraste. Un fuerte contraste con el momento actual en que vivimos, en que lo primero que acudimos, ante cualquier mal, es a alguién que nos pueda curar, alguién que nos resuelva el problema de salud. No tenemos la serenidad suficiente para aceptar la evolución de las cosas.


Pero nadie piense que yo esté acusando a San Agustín de no recurrir al consejo o a la sabiduría de algún médico que hubiera en la ciudad de Ostia, donde su madre murió. No. Lo que digo es que no lo refleja en sus "confesiones", no se preocupa de dejar por escrito que hizo todo lo materialmente posible para "salvar" la vida de su madre, no se preocupa porque el lector crea que la dejara morir sin poner remedio a las fiebres que provocaron su fallecimiento. No le importa tanto el salvar la vida de su madre, como el estar junto a ella en esos momentos. Y después relatará detalladamente todo el dolor que sintió su corazón con semejante pérdida.


En resumen, me resultó curiosa la serenidad que muestra un hombre del s. III-IV de nuestra era ante la muerte, mientras un hombre civilizado, que le aventaja en 17 siglos de avances científicos y tecnológicos, se encuentra totalmente desarmado ante el miedo a la muerte. Porque, amigos míos, ¿de qué nos valen los adelantos científicos y técnicos si no nos dan la serenidad necesaria para enfrentarnos a las grandes encrucijadas de la vida? San Agustín, no por ser santo, sino por ser un hombre de su tiempo, tenía esa serenidad. Sinceramente, para mí la quisiera.

Hasta aquí, lo que había pensado hablar de Santa Mónica en esta entrada. Pero ahora viene la parte que me hizo reflexionar. ¿Por qué se le hizo Santa a Mónica, la madre de San Agustín? Mi sorpresa fue mayor aún cuando descubrí que no existe ningún registro de canonización. Pero, sin embargo, siempre se la ha celebrado como la patrona de madres y esposas, desde la alta Edad Media hasta nuestros días. Y es Francisco de Sales, en el s. XVI, quién se refiere a ella como ejemplo para madres y esposas. ¿Qué es lo que más haría de Mónica una santa? ¿Su profunda religiosidad? ¿La vida dedicada a un marido que la maltrataba y la engañaba? ¿El cuidado que ponía en sus hijos, sobre todo el más descarriado, Agustín? En cualquier momento podéis acceder en la web a su biografía. Con escribir Santa Mónica en un buscador, os saldrán bastantes páginas sobre su vida. Os ánimo a que lo hagáis, su vida merece una mención aparte.


Pero aquí sólo voy a hacer referencia a aquello que creo que hace Santa a Mónica. Y que ella misma lo dice, por boca de su hijo Agustín, en Las Confesiones: "Sólo os ruego que me recordéis siempre ante el altar del Señor". Santa Mónica rezó y rezó, pidió a Dios por su hijo descarriado, rogó al Ser Todopoderoso que hiciera que su hijo no se perdiera. Un obispo le llegó a decir un día: "Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas." Y su hijo no sólo no se perdió, sino que fue bautizado y Mónica lo pudo ver. Y su hijo no sólo no se perdió, sino que constituye actualmente uno de los pílares teológicos de la Iglesia, a la que amaba tanto Santa Mónica.

Viendo todo esto, me surje una duda. San Agustín, Padre de la Iglesia por sus numerosos escritos y defensa de la Iglesia frente a las distintas herejías del momento, se yergue como un gigante en la Historia de la Iglesia. Pero, Santa Mónica, con su comportamiento humilde, callado, generoso; con su rezar y rogar contínuo ante Dios, fue la que hizo de San Agustín lo que fue. ¿Quién es más santo? ¿El que habla mucho de Dios o el que reza y ora ante Dios? ¿El que busca la verdad, encontrando a Dios, como San Agustín, o la persona que confía plenamente en el Ser Supremo, en que será escuchada, y no desiste de su ruego, en la seguridad de que Dios se lo concederá?

Para mí creo que la respuesta está clara, y seguro que San Agustín me daría la razón. ¿Y para vosotros?

Queridos amigos, hasta la próxima entrada. Nos vemos en la red.

Santa Mónica y San Agustín en Ostia, Italia.

jueves, 2 de agosto de 2018

ADEODATO, EL HIJO DE SAN AGUSTÍN

San Agustín de Hipona

Aquellos que hayan seguido de forma más o menos contínua o sistemática este blog, bien porque lo pillaran desde el principio o bien porque hayan buceado en las distintas entradas que he realizado a lo largo de estos años, sabrán que una de mis primeras entradas se refería a una frase de San Agustín, que siempre ha sido malinterpretada, tergiversada y que ha justificado en algunas personas su elección por la vida libertina. Dicha frase era: "Ama y haz lo que quieras".

No voy a hablar hoy de dicha frase, ya lo hice. Voy a contaros otra de mis experiencias "veraniegas", a las que estamos dando rienda en estos días de caluroso verano. Bien. Allá va.

Hace poco tiempo he acabado de leer el libro "Las Confesiones" de San Agustín, por segunda vez. Es un relato estructurado en 13 libros, en los que, durante los 10 primeros, nos confiesa su vida y su recorrido en busca de la verdad. Y en el que, dirigiéndose a Dios en todo momento, confiesa al lector que esa verdad la encontró en Dios, en Jesucristo. Alguien al cual rechazaba en un primer momento, pero que, poco a poco, al ver que el resto de doctrinas no llenaban sus ansías de auténtico conocimiento de la verdad, se fue acercando. Primero como simple observador. Segundo como catecúmeno. Y tercero, por fin, como bautizado a los treinta y pico años.


En su libro menciona, casi de pasada, a su hijo Adeodato. Y me resultó curioso este detalle, sobre todo en un relato que pretende confesar todos los sentimientos del autor. Adeodato fue un hijo que tuvo con una mujer que le acompañó durante mucho tiempo. Se podría decir que, sin casarse, era su mujer. Formaban pareja. Como muchas de las actuales relaciones entre personas. De ella habla más que de su hijo. Se trataba de una sirvienta, que le sigue hasta que, al ver que puede ser un estorbo para él, porque le impide un matrimonio ventajoso con la hija de un prócer de la ciudad de Milán, desaparece. Huye, dejando atrás incluso al hijo que ha tenido con Agustín. Ya la historia no dirá más de ella. Imposible, pues no sabemos ni su nombre. Agustín no lo menciona.

Pero sí el de su hijo. Adeodato ("Dádiva a Dios"). Al ponerle ese nombre, con ese significado tan profundo, la pareja debería quererle mucho. La madre, sin embargo, le abandona junto al que cree le puede dar un mejor futuro, junto a Agustín. Pero San Agustín prácticamente no lo menciona en "Las Confesiones", aunque sí mencione el hecho de la desaparición de su pareja como algo desgarrador, que le sume en la tristeza, en el dolor, y todo ello le impulsa a tomar el camino fácil de la lujuria y el desenfreno para intentar mitigar dicha desgracia. Raro en alguien que no sólo será santo, sino además será considerado Padre de la Iglesia. Y esa situación de desenfreno la explica claramente en "Las Confesiones". Explica su causa, se avergüenza de su comportamiento, y nos habla de su salida de dicha situación, que no fue nada fácil, porque él mismo no veía en lo que se había convertido su vida, y no aceptaba consejos de nadie.


Por eso, y vuelvo al tema, me resulta mucho más curioso el que no hable de Adeodato, de su hijo, a lo largo del libro. Más aún cuando tuvo que hacerse cargo del mismo. Y empiezan las preguntas. ¿No quería a Adeodato? ¿Le culpaba de su situación en ese momento? ¿Perdió el interés por su hijo, que era fruto del amor que había tenido con aquella mujer que le abandonó?

Para quién somos padres nos resulta muy difícil contestar afirmativamente a esas preguntas. El cariño que nos une a nuestros hijos haría que fueran una parte importante de un libro en que nos confesáramos. Entonces, ¿por qué el Padre de la Iglesia no habla de su hijo? No puede ser por vergüenza, pues bien nos describe todas las situaciones de lujuria que cometió antes de su bautizo, sobre todo en esta parte de su vida, y además lo reconoce de sin obviar nada. Por tanto, no cabe que pudiera avergonzarse de su hijo.
San Posidio de Calama. Autor de "Vida de San Agustín"
Así que me decidí a indagar, y tras consultar algunos libros (entre ellos la "Vida de San Agustín", escrita por San Posidio, la cual recomiendo para ver qué distintas eran las cosas al principio de la Cristiandad de lo que nosotros creemos) y ver algunas páginas de internet, me encontré con la clave.

Adeodato había fallecido a los 16 años. Ésa era la razón de no hablar de Adeodato, sino simplemente mencionarlo de forma lo más sucinta posible. San Agustín sufrió la muerte de su hijo. No es que no lo quisiera, todo lo contrario. No es que considerara que era un estorbo o fruto de su relación ilícita, todo lo contrario. Simplemente, el dolor de vivir la muerte de su propio, y único, hijo le impidió hablar de él en su obra cumbre, "Las Confesiones". Quizá fue eso lo único que no confesó en su libro. ¿Por qué? Porque el dolor era tan grande que no podía reflejarlo con palabras.

Queridos amigos de CULTURA Y SERENIDAD, hasta la próxima entrada. Nos vemos en la red.