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martes, 24 de noviembre de 2015

LCP VIII. LOS SAM. La iniciación de Nkosi (2ª parte)


Nkosi se acercaba, agachado, procurando disminuir la distancia que existía entre él y el joven eland. El resto del grupo se había ido distribuyendo, tal como era la costumbre, en semicírculo alrededor del animal. La comunicación entre ellos se hacía por gestos. Su habilidad era tal que mediante la mímica se podrían transmitir unos a otros la especie de antílope que habían visto; su número; incluso su localización. Así era que mediante mímica, su padre le había comentado la aparición del eland, el mayor antílope que podían encontrar en toda esa tierra. Para su iniciación, para su entrada en la vida adulta, sería una gran presa.

Utensilios y adornos encontrados en Border Cave (KwalaZulu-Natal)

Con ella podría alimentar al grupo durante semanas. No sólo obtendrían carne, que podrían consumir fresca o después de un proceso de secado que haría que sirviera de reserva para tiempos de escasez. También aprovecharían su sangre como alimento, así como el tuétano de los huesos. Este último, al estar tan bien protegido por la capa dura del hueso, era muy apreciado. Pero además de nutrir a su grupo, con los cuernos y con los huesos del animal, adecuadamente tallados, se podrían obtener agujas y armas. Las agujas servirían para confeccionar ropa hecha con la piel del mismo antílope que el muchacho cazaría. Incluso alguna de las mujeres se coserían una especie de bolso para llevar las cosas en su nomadeo a través de la sabana, con sus correas respectivas para llevarlas colgadas. Un animal como aquel podría suponer una fuente de riqueza para toda su comunidad.


Cuando Nkosi consideró que estaba a la suficiente distancia, se levantó, apuntó con su arco al antílope y disparó la flecha. Ésta se clavó en el flanco del eland. En ese momento, el resto de la partida de caza se levantó, dejándose ver y formando un griterío ensordecedor, se dirigieron corriendo hacia el antílope. Éste había sentido una punzada en su flanco izquierdo, y sin tiempo para revolverse por el dolor, vio un grupo de hombres vociferando y dirigiéndose hacia él. Salió huyendo. Inició una carrera rápida, intensa, en dirección contraria de dónde provenía el grupo de humanos. Eso era lo que querían los componentes de la partida de caza. Al correr, al movilizar todos sus músculos, al aumentar la fuerza y la frecuencia con que su corazón bombeaba sangre, el veneno se distribuía más rápidamente por el organismo del antílope, facilitando su agotamiento, y, al final, su muerte.


Su padre le dio un golpe en el hombro y le hizo una seña para seguir al grupo. Nkosi se había quedado quieto, viendo su puntería y la reacción del eland. Una sonrisa se dibujó en su cara y comenzó a correr para unirse al grupo. Estas persecuciones podían durar varios días. A veces era suficiente seguir el rastro de la sangre y en pocas horas se encontraba al animal agonizante. Otras veces había que seguir el rastro durante más tiempo, pues el animal lograba resistir días. En estos casos los sam usaban todo su repertorio de grandes rastreadores para encontrar a su víctima. Por último, en ocasiones la presa se encontraba siempre a la vista, pero era muy resistente y se hacía necesario correr detrás de ella durante varias horas, o incluso días.

Grupo de leones devorando un eland común
Lo peor era cuando la presa había sido encontrada por las fieras, ya fueran leones, leopardos o chacales. Entonces había que decidir si disputaban la presa, con gran riesgo para la vida de los sam que constituían la partida de caza; o la abandonaban a las fieras, con lo que todo el trabajo de los días anteriores no había servido para nada. Nkosi pensaba en todo ello mientras todo el grupo perseguía al gran antílope.

Sin embargo, en esta ocasión todo fue bien. El joven eland aguantó sólo unas pocas horas. El veneno se distribuyó tan bien y fue tan efectivo que al final de la jornada le encontraron muerto, a la sombra de un arbusto. El animal se había ido a refugiar en sus últimos momentos de vida dónde al menos un poco de sombra le permitiera morir sin sentir sobre él los punzantes rayos del sol, que caían ese día sobre la sabana.