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lunes, 14 de agosto de 2023

LOS DEVORADORES DE HOMBRES DE TSAVO. 1907. John Henry Patterson


Hay que agradecer a Manuel Muñoz Heras la traducción que ha realizado, a través de Amazon KDP, del libro del teniente John Henry Patterson. Se trata de una de las hazañas más fascinantes, al mismo tiempo que se ha ido convirtiendo en una leyenda de la época colonial británica. La eliminación de dos devoradores de hombres, de dos leones, que consiguieron paralizar la construcción de la principal vía de acceso del Imperio Británico de finales del siglo XIX al interior del África Oriental, a un reino importante que estaba situado al lado de los grandes lagos, el reino de Buganda. El ferrocarril partía desde el puerto de Mombasa y se dirigía hacia el interior del continente para enlazar dicho reino de Buganda con el exterior. Por supuesto, todo este esfuerzo era para mejorar el comercio inglés, así como para mayor gloria del Imperio.

Mapa esquemático con la situación de los dos Parques nacionales del Tsavo, el Este y el Oeste, así como las ciudades de Mombasa y Nairobi, que iba unir el tren. También se puede observar el río Tsavo, que al unirse al río Athi, forman el río Galana.

Pero la aventura de estos dos leones del Tsavo merecía ser narrada, como en su momento se lo propusieron al teniente Patterson, y merece ser leída actualmente, cuando el hombre urbanita está tan alejado de la naturaleza que cree que todos los lujos del día a día que disfruta es algo tan consustancial con la vida que no se pone a pensar lo que costó conseguirlos.


Junto a la aventura de los leones del Tsavo, Patterson relata la historia de otro devorador de hombres, de otro león, el asesino de Kima (The Kima killer). Kima es una región cercana al Tsavo, pero con una vegetación distinta. Mientras en el Tsavo predomina la estepa arbustiva, con vegetación llena de espinos, arbustos, y tierra reseca, Kima era una zona en aquel entonces en la que predominaba la sabana. Grandes extensiones de terreno, con abundante hierba, jalonada aquí y allá de bosques galería en las orillas de los ríos y arroyos que la surcaban, y con árboles aislados. Allí, en un vagón de tren preparado para la ocasión, se aprestaron tres cazadores para acabar con la vida de un devorador de hombres que había estado aterrorizando a la población de la región. Sin embargo, fue el león el que, entrando en el vagón del tren, cazó y devoró a uno de ellos, y, debido a los gritos de terror de otro de ellos, escapó con su víctima entre las fauces, saltando a través de una ventana del vagón.

Pero es mejor que lo lean en las palabras del teniente Patterson tan bien traducidas por Manuel Muñoz Heras.


miércoles, 2 de agosto de 2017

LCP Cap. 66: LA ÚLTIMA PRUEBA DEL EMORATA (VII).


-¿Tienes todo preparado? -preguntó Ikoneti a Lengwesi.

-Sí, padre. -respondió Lengwesi, que iba a bajar la cabeza ante su padre en señal de respeto.

-¡No, Lengwesi! -le paró su padre, indicándole con la mano que subiera la cabeza- Recuerda. Ya eres un morani. Ya no debes respeto a nadie. Te lo deben a ti.

-Pero usted es mi padre. -replicó Lengwesi.

-¡A nadie! -dijo Ikoneti con rotundidad- Ni siquiera a tu padre. -y tras un instante de tenso silencio, continuó- Y más después de lo que vas a hacer.

-Todos los guerreros Maasai lo han hecho.

-No por eso es menos meritorio. Y no todos lo han hecho. Muchos han muerto en el intento.

-Te prometo que yo no moriré. -afirmó Lengwesi con decisión.

-No pretendas conocer lo que Ngai (Dios) te tiene preparado.

Lengwesi se quedó parado. No conocía que Ikoneti hubiera perdido a ningún hijo a manos de Simba, el león. Ésta era la prueba, la última que tenía que pasar para ser consagrado como guerrero Maasai. Enfrentarse al león, armado únicamente con su lanza y su machete, matarlo, cortarle la melena, para luego enarbolarla como señal de victoria en las danzas festivas a la vuelta de la expedición en la que se disponía a partir junto a sus compañeros de circuncisión.

-No, padre. No pretendo molestar a Ngai. Muy al contrario. Sé que me ayudará. -dijo Lengwesi al cabo de unos segundos.

-Nadie sabe los dictados de Ngai. -sentenció Ikoneti, y añadió- Sólo pretendo que vayas con mucho cuidado. Y no te confíes.

Esto último se lo dijo poniéndole las manos en los hombros, en señal de cariño. Era un acercamiento al que Lengwesi no estaba acostumbrado. Ikoneti se había saltado su seriedad, su distanciamiento, su severidad; y había realizado un gesto paternal. Más raro aún, pues lo estaba haciendo en la puerta de la choza, delante de toda la comunidad. Lengwesi no supo que hacer. Se sintió azorado. Sólo acertó a realizar una afirmación con la cabeza. Dio la conversación por acabada, se despidió de su padre y del resto de su familia y se unió al grupo, que partió en busca de Simba, el león, el rey de los animales.


Tuvo que alejarse bastante de su enkang el grupo de morani para encontrar a su presa. Ikoneti había escogido el lugar de asentamiento tan bien y tan alejado de las fieras, que necesitaron tres días con sus tres noches para llegar a una zona donde encontrar por fin el rastro de la fiera. Primero empezaron a notar los olores que desprendían los orines del león, dejados como signo de su dominio del territorio; después descubrieron aquí y allá deyecciones del animal; más tarde los restos de las presas que había cazado y de las que había dado buena cuenta; y, por fin, las huellas que confirmaban su presencia.

Siguieron las huellas metódica y cuidadosamente hasta llegar a una zona arbustiva donde había restos de presas junto con bastantes huellas. Al examinarlas, decidieron que eran todas de un solo ejemplar. Además, el ejemplar debía tener algún defecto físico o algún daño, pues los restos de las presas indicaban que se trataba de individuos de pequeño tamaño, no de grandes herbívoros. Por tanto, debían prepararse para el enfrentamiento contra un león que se encontraba sólo y enfermo. Ahora sólo quedaba saber si, como se podía presumir por la experiencia acumulada en la cultura Maasai a través del tiempo, se trataba de un macho.

Establecieron puestos de vigilancia y el león no apareció. Sabían que podría tardar mucho, por lo que hicieron turnos durante la noche. Nada. Esperaron todo el día siguiente, pero la fiera no daba la cara. ¿Y si les había olido y se había marchado? No sería la primera vez. Decidieron aguantar una noche más. Si la fiera tenía aquí su cubil, ¿por qué no aparecía? Al día siguiente, el tercero, empezaron a pensar en marcharse. Total, podían probar suerte en campo abierto. Dar una batida, como les habían contado sus abuelos, y encontrar un macho. Más arriesgado para su seguridad, pero más seguro para encontrar al rey de los animales. Y estos pensamientos les cruzaban por su mente cuando apareció.


Se trataba de un ejemplar majestuoso. Poseía una melena grande, rubia, redondeada, que le llegaba hasta el pecho. Le hacía parecer al sol en su cenit. Salió de unos matorrales. Traía en sus fauces una gallina de Guinea. Al principio se le veía un animal soberbio, sin ninguna tara. Sin embargo, al andar se pudo observar que arrastraba el cuarto trasero derecho. De vez en cuando lo apoyaba y daba un saltito, lo que le permitiría posiblemente dar caza a piezas pequeñas y sobrevivir. Pero el magnífico animal estaba tarado.

El león se dirigió a su cobijo de la zona arbustiva, ignorante de lo que se avecinaba. Lengwesi miró a los compañeros que tenía a su derecha e izquierda. Todos asintieron y a la de una, saltaron con las lanzas y machetes, gritando, sobre el león. Éste, sorprendido, soltó la presa y se revolvió. De un zarpazo, lanzó a uno de los maasai a cinco metros de distancia, con la cavidad abdominal abierta. Otro, que fue a clavarle una lanza en el cuello, al volver la cabeza la fiera, desvió el arma. El maasai elevó su machete al aire, pero no le dio tiempo a más, pues el león saltó sobre él, le derribó y le rompió el cráneo, oyéndose un horrendo crujido, de un mordisco.

Lengwesi elevó su lanza lo más alto que le permitían sus brazos y la hundió en el pecho de la fiera, traspasándola. La fiera lanzó un rugido tremendo al sentir el lanzazo mientras elevaba la cabeza. Tuvo tiempo aún de revolverse, encarar a Lengwesi, que ya se había preparado para el ataque con el machete, y se derrumbó en el suelo, muerta. Los maasai lanzaron un grito de júbilo, Lengwesi relajó los músculos, cuando, súbitamente, de la espesura detrás de Lengwesi surgió un león joven saltando sobre él. Al mismo tiempo, una lanza cruzaba el aire, ensartando al segundo león por el tórax y hacía que cayera, fulminado, a los pies de Lengwesi, que en este caso, ni siquiera había podido tener tiempo para volverse.


Una vez que recuperó el aliento, Lengwesi preguntó:

-¿Quién ha sido mi salvador?

Nadie contestó.

-Alguien tenéis que haberlo hecho.

-Ninguno de nosotros hemos tirado la lanza. Tenemos nuestras lanzas aún en nuestras manos.

Y era verdad, sus compañeros se las mostraron.

-¿Entonces? -preguntó Lengwesi.

Alguien que salió de la espesura en ese momento, se dirigió a Lengwesi.

-Bueno, hermano, creo que la cabellera entera del segundo será para mí. Te parece justo, ¿no?

-¿Makutule? -preguntó Lengwesi asombrado.

-Sí, hermano.

-¿Has sido tú?

-La verdad es que sí, pero con mucha suerte y ayuda de Ngai. La próxima vez, comprobad bien las huellas.

-Lo haremos, hermano, lo haremos.


viernes, 23 de octubre de 2015

LCP (V). EL PUEBLO SAM. La redacción de la niña sam (2ª parte)

Grupo Sam

Si en nuestro recorrido nos topábamos con otro grupo de sam, nos saludábamos con gran alegría. En las condiciones duras del desierto, siempre es agradable encontrar a otros como tú. A veces, nos juntábamos con otro grupo durante unos días. Entonces repartíamos por igual los resultados de nuestras correrías y de la caza de los hombres. Como si fuéramos un solo grupo. Cooperamos entre nosotros para salir adelante. 

I Guerra Mundial

Al llegar al internado, me enteré que esta conducta no es muy común entre los hombres de otros pueblos. Suelen pelear de forma frecuente. Y me han contado que hay enfrentamientos entre multitud de hombres, formando grandes grupos, cuyo objetivo es matar al mayor número de hombres que hay enfrente y que el que lo consigue, gana. Son las guerras. A nosotros no se nos ocurriría algo así. Ya es suficientemente complicada la vida en el desierto, como para que nosotros la compliquemos más. Me dicen que es debido a que unos quieren tener lo que tienen los otros, y estos otros no quieren dárselo. Es curioso, hasta llegar al internado no entendí que las cosas que tenía eran propias mías. Hasta entonces yo entendía que tenía algo para que lo usara todo el grupo, aunque yo lo guardara. Pero parece que esa no es la forma en que se piensa fuera del Kalahari.

Danza a contraluz
Ese día, a la vuelta de la recolección, mi madre nos tenía que dar una gran noticia. Mi hermana mayor había alcanzado la pubertad. Y en unas semanas realizaría la “danza del antílope”, siendo reconocida desde ese momento como mujer por el resto del grupo. Había avanzado un escalón más en su crecimiento, y ahora podría comportarse como una adulta. Se relacionaría de tú a tú con el resto de los mayores del grupo. Podría tomar decisiones propias. También podría ver a los hombres de otra manera, y un buen día casarse, tener hijos y cuidarlos, como había hecho mi madre con nosotras. Pero todo ocurrió más rápido de lo que yo me había imaginado.

Tras la “danza del antílope”, mi hermana, junto con sus amigas, comenzaron los paseos de recolección por sí mismas. Yo continuaba con mi abuela y su grupo. Me gustaba aprender mucho. Mi abuela y sus amigas eran la mejor fuente de conocimientos. No solamente para encontrar frutos, raíces, huevos u otras cosas; sino, sobre todo, para evitar encuentros peliagudos con leones, chacales o hienas. Aunque los hombres son los que tienen mayor probabilidad de encontrarlos, pues van detrás de las mismas piezas, eso no quita que en nuestros paseos nos podamos encontrar con alguna de estas fieras. De ellas, la que más temor me dan son las hienas.

León
Chacal

Los leones suelen huir al distinguir nuestro olor y, a no ser que algo se lo impida, prefieren no cruzarse con nosotros. Los chacales son asustadizos por naturaleza, al lanzarles unas cuantas piedras salen corriendo y se retiran. Pero las hienas no. Son animales muy cabezones, físicamente y de comportamiento, y si creen que van a sacar tajada te siguen a dónde quiera que vayas, aunque sea muy lejos. He oído a los hombres muchas historias de sus lances de caza. Con los leones en ocasiones se atreven a intentar quitarles la presa. Sobre todo si se trata de un león solitario. Pero con las hienas no. Siempre van en manadas, y por las que se dejan ver, hay otras tantas escondidas en las cercanías expectantes, preparadas para intervenir cuando les corresponda. Por ello, si los hombres ven que su presa ha sido descubierta por una jauría de hienas, suelen retirarse sin reclamarla. Tienen un mordisco muy fuerte, que puede partir incluso los huesos. Son unos bichos de cuidado.

Grupo de hienas devorando la presa