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miércoles, 2 de agosto de 2017

LCP Cap. 66: LA ÚLTIMA PRUEBA DEL EMORATA (VII).


-¿Tienes todo preparado? -preguntó Ikoneti a Lengwesi.

-Sí, padre. -respondió Lengwesi, que iba a bajar la cabeza ante su padre en señal de respeto.

-¡No, Lengwesi! -le paró su padre, indicándole con la mano que subiera la cabeza- Recuerda. Ya eres un morani. Ya no debes respeto a nadie. Te lo deben a ti.

-Pero usted es mi padre. -replicó Lengwesi.

-¡A nadie! -dijo Ikoneti con rotundidad- Ni siquiera a tu padre. -y tras un instante de tenso silencio, continuó- Y más después de lo que vas a hacer.

-Todos los guerreros Maasai lo han hecho.

-No por eso es menos meritorio. Y no todos lo han hecho. Muchos han muerto en el intento.

-Te prometo que yo no moriré. -afirmó Lengwesi con decisión.

-No pretendas conocer lo que Ngai (Dios) te tiene preparado.

Lengwesi se quedó parado. No conocía que Ikoneti hubiera perdido a ningún hijo a manos de Simba, el león. Ésta era la prueba, la última que tenía que pasar para ser consagrado como guerrero Maasai. Enfrentarse al león, armado únicamente con su lanza y su machete, matarlo, cortarle la melena, para luego enarbolarla como señal de victoria en las danzas festivas a la vuelta de la expedición en la que se disponía a partir junto a sus compañeros de circuncisión.

-No, padre. No pretendo molestar a Ngai. Muy al contrario. Sé que me ayudará. -dijo Lengwesi al cabo de unos segundos.

-Nadie sabe los dictados de Ngai. -sentenció Ikoneti, y añadió- Sólo pretendo que vayas con mucho cuidado. Y no te confíes.

Esto último se lo dijo poniéndole las manos en los hombros, en señal de cariño. Era un acercamiento al que Lengwesi no estaba acostumbrado. Ikoneti se había saltado su seriedad, su distanciamiento, su severidad; y había realizado un gesto paternal. Más raro aún, pues lo estaba haciendo en la puerta de la choza, delante de toda la comunidad. Lengwesi no supo que hacer. Se sintió azorado. Sólo acertó a realizar una afirmación con la cabeza. Dio la conversación por acabada, se despidió de su padre y del resto de su familia y se unió al grupo, que partió en busca de Simba, el león, el rey de los animales.


Tuvo que alejarse bastante de su enkang el grupo de morani para encontrar a su presa. Ikoneti había escogido el lugar de asentamiento tan bien y tan alejado de las fieras, que necesitaron tres días con sus tres noches para llegar a una zona donde encontrar por fin el rastro de la fiera. Primero empezaron a notar los olores que desprendían los orines del león, dejados como signo de su dominio del territorio; después descubrieron aquí y allá deyecciones del animal; más tarde los restos de las presas que había cazado y de las que había dado buena cuenta; y, por fin, las huellas que confirmaban su presencia.

Siguieron las huellas metódica y cuidadosamente hasta llegar a una zona arbustiva donde había restos de presas junto con bastantes huellas. Al examinarlas, decidieron que eran todas de un solo ejemplar. Además, el ejemplar debía tener algún defecto físico o algún daño, pues los restos de las presas indicaban que se trataba de individuos de pequeño tamaño, no de grandes herbívoros. Por tanto, debían prepararse para el enfrentamiento contra un león que se encontraba sólo y enfermo. Ahora sólo quedaba saber si, como se podía presumir por la experiencia acumulada en la cultura Maasai a través del tiempo, se trataba de un macho.

Establecieron puestos de vigilancia y el león no apareció. Sabían que podría tardar mucho, por lo que hicieron turnos durante la noche. Nada. Esperaron todo el día siguiente, pero la fiera no daba la cara. ¿Y si les había olido y se había marchado? No sería la primera vez. Decidieron aguantar una noche más. Si la fiera tenía aquí su cubil, ¿por qué no aparecía? Al día siguiente, el tercero, empezaron a pensar en marcharse. Total, podían probar suerte en campo abierto. Dar una batida, como les habían contado sus abuelos, y encontrar un macho. Más arriesgado para su seguridad, pero más seguro para encontrar al rey de los animales. Y estos pensamientos les cruzaban por su mente cuando apareció.


Se trataba de un ejemplar majestuoso. Poseía una melena grande, rubia, redondeada, que le llegaba hasta el pecho. Le hacía parecer al sol en su cenit. Salió de unos matorrales. Traía en sus fauces una gallina de Guinea. Al principio se le veía un animal soberbio, sin ninguna tara. Sin embargo, al andar se pudo observar que arrastraba el cuarto trasero derecho. De vez en cuando lo apoyaba y daba un saltito, lo que le permitiría posiblemente dar caza a piezas pequeñas y sobrevivir. Pero el magnífico animal estaba tarado.

El león se dirigió a su cobijo de la zona arbustiva, ignorante de lo que se avecinaba. Lengwesi miró a los compañeros que tenía a su derecha e izquierda. Todos asintieron y a la de una, saltaron con las lanzas y machetes, gritando, sobre el león. Éste, sorprendido, soltó la presa y se revolvió. De un zarpazo, lanzó a uno de los maasai a cinco metros de distancia, con la cavidad abdominal abierta. Otro, que fue a clavarle una lanza en el cuello, al volver la cabeza la fiera, desvió el arma. El maasai elevó su machete al aire, pero no le dio tiempo a más, pues el león saltó sobre él, le derribó y le rompió el cráneo, oyéndose un horrendo crujido, de un mordisco.

Lengwesi elevó su lanza lo más alto que le permitían sus brazos y la hundió en el pecho de la fiera, traspasándola. La fiera lanzó un rugido tremendo al sentir el lanzazo mientras elevaba la cabeza. Tuvo tiempo aún de revolverse, encarar a Lengwesi, que ya se había preparado para el ataque con el machete, y se derrumbó en el suelo, muerta. Los maasai lanzaron un grito de júbilo, Lengwesi relajó los músculos, cuando, súbitamente, de la espesura detrás de Lengwesi surgió un león joven saltando sobre él. Al mismo tiempo, una lanza cruzaba el aire, ensartando al segundo león por el tórax y hacía que cayera, fulminado, a los pies de Lengwesi, que en este caso, ni siquiera había podido tener tiempo para volverse.


Una vez que recuperó el aliento, Lengwesi preguntó:

-¿Quién ha sido mi salvador?

Nadie contestó.

-Alguien tenéis que haberlo hecho.

-Ninguno de nosotros hemos tirado la lanza. Tenemos nuestras lanzas aún en nuestras manos.

Y era verdad, sus compañeros se las mostraron.

-¿Entonces? -preguntó Lengwesi.

Alguien que salió de la espesura en ese momento, se dirigió a Lengwesi.

-Bueno, hermano, creo que la cabellera entera del segundo será para mí. Te parece justo, ¿no?

-¿Makutule? -preguntó Lengwesi asombrado.

-Sí, hermano.

-¿Has sido tú?

-La verdad es que sí, pero con mucha suerte y ayuda de Ngai. La próxima vez, comprobad bien las huellas.

-Lo haremos, hermano, lo haremos.


miércoles, 26 de abril de 2017

LCP Cap. 58: LA INCURSIÓN MILITAR MAASAI


Había una actividad frenética en la manyatta. Se habían reunido los morani de toda la zona que cubría Obago. Éste, junto con Kanyi y el consejero maasai, estaban terminando de planificar el ataque a la aldea wacamba y el robo de ganado de la misma. Los exploradores que habían enviado traían malas noticias. Los wacambas estaban alerta. Tenían vigías alrededor de la aldea y veían las chozas iluminadas más de lo habitual, con más movimiento de gente entre ellas de lo que era normal.

-Nos esperan. -dijo el consejero.

-Habrá que pensar en usar el sigilo y... -Obago fue cortado en su razonamiento por Kanyi.

-O lanzar un ataque directo y aplastante.

Estuvieron discutiendo así un buen rato hasta que por fin se pusieron de acuerdo. Lo principal era neutralizar a los wacambas que estaban de guardia, e inmediatamente lanzar el ataque. Mientras se desarrollara la batalla, los morani especializados en conducir el ganado fuera de la boma del enemigo, lo sacarían y se lo llevarían hacia su terreno. Una vez que decidieron así el plan de ataque, se lo transmitieron a los morani que estaban allí congregados.


Los morani que se habían preparado como fuerzas de choque se habían pintado con tiza blanca, tinte ocre o pintura negra, tanto el cuerpo como la cara; se adornaban unos con plumas de avestruz, otros con la melena de león; y portaban sus armas, la lanza, la espada corta o machete, y el escudo ovalado de cuero. Se agruparon todos y a una señal de Kanyi se dirigieron a la aldea wacamba. Obago quedó en la retaguardia con algunos otros maasai.

Estos maasai eran considerados como los cirujanos. Habían estudiado anatomía en el ganado, los huesos, los músculos, los tejidos. Llegaban a dominar técnicas como la amputación de miembros y la sutura de heridas mediante nervios de vaca, obteniendo resultados muy favorables tanto para la curación de la herida como para la funcionalidad del miembro.

El grupo guerrero llegó dónde se encontraba la aldea wacamba. Esperaron silenciosos, agazapados, confundidos entre los arbustos. Fueron los exploradores. los que antes habían reconocido la zona, los que se ocuparon de los vigías. Sólo que uno de ellos acertó a lanzar un gemido lo suficientemente fuerte como para alertar al resto de los hombres de la aldea.


En ese momento se desencadenó la tormenta humana. Un estruendoso vendaval de gritos, carreras, armas brillantes, se abatió sobre la aldea. A este ataque los wacambas reaccionaron con palos, flechas y espadas y la batalla se fue haciendo más y más cruenta. Kanyi intentó que los morani rodearan el ganado para facilitar la labor de los pastores, pero los wacambas presentaron una defensa encarnizada, no permitiendo dicha acción. La lucha se prolongó durante algún tiempo, sin avances en uno u otro sentido. Al darse cuenta de ello, Kanyi ordenó la retirada, con una parte del ganado, aquel que podían llevar con ellos, dejando atrás otra parte, en manos de sus legítimos dueños, los wacambas, los cuales lo habían defendido tan valientemente.

El grupo de morani se retiró, dejando atrás a varios muertos, y llevando entre sus filas a varios heridos. Y sin haber obtenido toda la cantidad de ganado que pretendían. Al menos conducían un rebaño lo suficientemente importante como para poder cumplir con las familias de los muertos en combate, a quienes correspondía una parte del botín; con el laibón, a quién correspondía otra parte; y así sucesivamente.

Cuando llegaron a la manyatta, enseguida se distribuyó a los heridos y tanto el laibón como los cirujanos se pusieron a realizar su labor. Las heridas se cosían, se valoraba si era necesaria alguna amputación, cuando, de pronto, llamaron al laibón:

-¡Por favor! ¡Creo que necesita amputar! ¿Querría confirmármelo, laibón? -era uno de los cirujanos más experimentados.

Obago fue de inmediato. Vio la herida. El corte llegaba al hueso y seccionaba varios de los vasos principales. El morani se estaba desangrando. Se podía considerar un milagro que estuviera vivo.

-¡Corta! -fue la orden taxativa que dio Obago.

El cirujano procedió de inmediato al proceso de amputación, con el que intentaría parar la hemorragia que estaba sufriendo el morani y de esa forma salvarle la vida.

Obago, por su parte, dirigió su vista al morani para decirle lo que iban a hacer y darle palabras de alivio, pero al verlo, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Aquel morani era Mwampaka, el hijo de Ikoneti.