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martes, 4 de julio de 2017

LCP Cap. 62: LA CIRCUNCISIÓN FEMENINA. EL EMORATA (III).


-¿Por qué? -preguntó Lengwesi extrañado.

-Porque nuestra comunidad Maasai nos reserva todo lo bueno y todos los honores al varón. -en el tono de voz Lengwesi no pudo apreciar el orgullo que notaba en su padre cuando hacía afirmaciones similares. Su tío era distinto y Lengwesi lo sabía.

-¿Sabes cómo es la circuncisión de la muchacha maasai? -le preguntó nuevamente a Lengwesi. Como éste le negó con la cabeza, su tío se dispuso a contársela.

-Pues no está tan llena de ceremonia ni de fasto. Sí, tiene que buscar el árbol "alatim" para ponerlo en la puerta de su casa, como tú lo vas a hacer hoy. Sí, sus padres tienen que preparar cerveza de miel, como los tuyos. No necesita plumas de avestruz; y hasta puede gritar, llorar y quejarse en la circuncisión, porque no se espera de ella que sea valiente.

-¿De verdad? -preguntó Lengwesi en un tono de sorpresa, y añadió- Entonces es más fácil que lo nuestro.

-Hasta cierto punto, Lengwesi, hasta cierto punto. -dijo su tío- ¿Sabes qué le cortan en la circuncisión?

-No.

-¿Qué te imaginas?

-Pues la piel externa, como a nosotros.

El tío de Lengwesi sonrió amargamente. En su interior pensó que así debía de ser. Pero no. La respuesta era más dura.

Durante la circuncisión, una mujer agarra la muñeca de la muchacha a la que se circuncida. Foto cortesía de Meeri Koutaniemi—Echo

-No, querido sobrino. Les cortan el clítoris y los labios internos.

Lengwesi paró un momento de andar. Dirigió su vista a su tío y lo miró fijamente a los ojos. Su tío mantenía la sonrisa amarga, con un punto de socarronería.

-¡Me estás mintiendo! -exclamó Lengwesi- ¡No puede ser ! ¡Si es...

-Sí. -le cortó su tío- Es la parte de mayor placer en el acto sexual. Y no, no te estoy mintiendo.

Lengwesi no entraba en sí.

-Entonces... -acertó a decir Lengwesi al cabo de un rato.

-Nosotros llevamos la mejor parte. Y hay más.

Lugar de la ceremonia de circuncisión, una vez que dicha ceremonia ha acabado. Foto cortesía de Meeri Koutaniemi—Echo

-¿Más? -preguntó Lengwesi incrédulo.

-Una vez que está circuncidada está lista para casarse. Antes no. Pero, si comete un "pequeño" desliz y queda embarazada, además de la gran humillación que acarrea a toda la familia, ya no sirve para casarse. Ya está "estropeada" para una boda. -Lengwesi escuchaba atentamente- Sólo puede esperar que haya algún hombre que la acepte y adopte al niño como suyo.

-Lo cual es muy raro. -completó Lengwesi.

-Así es. -dijo su tío- Pero, ¿sabes lo más gracioso?

-No, tío.

-¿Sabes lo que le pasa al hombre que causó el embarazo, si es que se llega a saber quién es?

-No. ¿Qué le ocurre? -preguntó el muchacho, interesado con todo lo que le estaba contando su tío.

-Bueno, en realidad es un buen castigo para un Maasai.

El tío de Lengwesi dejó unos segundos de hablar. Lengwesi que estaba ansioso por saberlo, pero que sabía que a su tío le gustaba causar expectación, esperó sin perder un ápice de su curiosidad. Al cabo de ese tiempo, su tío retomó la explicación:

-El embarazo cuesta siete cabezas de ganado al que la preña, pero; y ahora viene lo gracioso; si la chica se circuncida, sólo le costará un ternero.

-¿Cómo? -preguntó Lengwesi, que no salía de su asombro.

-Ya sabes. Si dejas preñada a alguna incircuncisa, convéncela para se circuncide antes de pagar la multa. ¡Te saldrá más barato! -una risa sorda y una sacudida de cabeza siguieron a ésta última afirmación.

-Ahora entiendo lo que me decías, tío.

Joven Maasai con la cabeza afeitada. El afeitado de cabeza forma parte de los ritos de paso a la edad adulta de la cultura Maasai. Foto cortesía de Javier Carcamo.

viernes, 2 de diciembre de 2016

LCP Cap. 45: LA CONFIDENCIA DE LENGWESI

Alrededores del Parque Nacional del Serengeti, al final de la estación seca. Tanzania.

La estación seca estaba llegando a su final. Pronto llegarían las lluvias y la hierba nuevamente volvería a crecer en la sabana, produciendo y renovando, como cada año, el milagro de la vida. También, pasado algún tiempo, vendrían las grandes manadas de herbívoros, principalmente ñús y cebras; y con ellos los leones, el gran animal que sirve de símbolo al pueblo Maasai.

Grandes manadas de ñus con algunos rebaños de cebras entre ellos. Parque Nacional del Serengeti, Tanzania.

Pero aún quedaba algo de tiempo para que ocurriera todo eso, y mientras tanto había que conducir el ganado a los charcos y a los arroyos que, desde el tiempo de los antepasados, los Maasai sabían que todavía gozaban de suficiente cantidad de agua para que sus reses abrevaran adecuadamente.

Ikoneti, con sus hijos, iba dirigiendo de esta forma su ganado cuando notó una pequeña presencia a su lado. Era su hijo Lengwesi.


-¿Qué quieres, Lengwesi? ¿Tienes algún problema con el ganado?

-Ninguno. -contestó el niño.

Durante el tiempo que llevaba de pastor había ganado en audacia, aunque también sabía que a su padre debía tratarle con respeto.

-Entonces, ¿por qué estás aquí? -la pregunta que le hizo su padre sonó más a un reproche.

-El ganado que cuido está estupendamente. -afirmó Lengwesi sin hacer caso al tono de su padre- Por eso me permito abandonarlo un momento para comentarle, padre, -remarcó la palabra "padre"- un problema que me preocupa bastante.

-¿Tan importante es? -preguntó Ikoneti sin cambiar el tono de voz.

-Sí, padre. -volvió a repetir "padre" como fórmula de respeto.

-Espero que así sea. -esta vez el tono era de enfado- Vamos, cuenta.

-Se trata de Makutule. Tiene sueños en los que adivina el futuro.

Ikoneti se quedó paralizado como una estatua. De todas las reacciones que había previsto Lengwesi, ésta era la que menos habría esperado.

-¿Adivina el futuro? -preguntó Ikoneti, sin moverse un ápice.

-Sí, padre.

-¿Estás seguro? ¿No será invención suya?

-No, padre. Eso creí yo también, pero no. Le viene en sueños lo que va a suceder al día siguiente o a los pocos días.

Ikoneti suspiró. Todo su cuerpo se relajó.

-Y lo peor -continuó Lengwesi- es que está muy preocupado porque cree que es malo, que al no pertenecer al clan del laibón, eso no puede ser más que una mala señal.

-¿Una mala señal? -preguntó el padre.

-Sí, padre. Que esa capacidad que tiene es porque está destinado para el mal. -el tono del muchacho paso a ser de súplica- No habría alguna forma de convencerle de lo contrario, o de que no volviera a tener esos sueños. Tú sabes mucho. Seguro que sabes también como resolver esto y quitarle esas ideas de la cabeza a Makutule, porque yo lo he intentado pero no he podido. -Lengwesi tenía los ojos enrojecidos y estaba luchando por no llorar. Un Maasai no llora.

Ikoneti se acuclilló frente a él y le sujetó con sus fuertes manos por sus hombros.

-Escucha, Lengwesi. Has hecho lo que debías. Hablaré con tu hermano. Y haré lo posible por arreglar su problema, ¿de acuerdo?

Lengwesi afirmó con un movimiento de cabeza, empezó a sonreír. Ikoneti, que por un momento se había mostrado tierno, se alzó sobre sus piernas, adoptó nuevamente una pose seria y le dijo:

-Y ahora a tu ganado. Que ya lo has dejado mucho tiempo sin cuidar.

Lengwesi le lanzó una sonrisa en la que resaltaba la blancura de su dentadura.

-Sí, padre. Por supuesto.

Y se marchó, corriendo hacía donde estaba su parte del ganado.


sábado, 19 de noviembre de 2016

LCP Cap. 43: LOS CONOCIMIENTOS PASTORILES DE LOS MAASAI

Rebaño de vacas en la reserva de Masai Mara. Kenya.

Todavía tuvieron que recorrer un largo trecho hasta llegar donde se encontraba el rebaño de Ikoneti. Una vez llegados al lugar de pasto de las numerosas vacas, ovejas y cabras que formaban la gran cabaña ganadera de la que disponía el patriarca Maasai, Ikoneti les dejó a cargo de su otro hijo, Mwampaka. Mwampaka era un muchacho de alrededor de 15 años, alto, bien desarrollado, musculoso, que ya estaba dispuesto para, en la próxima celebración, recibir la circuncisión y pasar a ser Morani, guerrero Maasai. Por su inteligencia, bravura y arrojo, era uno de los preferidos de su padre dentro de todos los hijos de los que disfrutaba Ikoneti.

Porque Ikoneti, al tener gran número de vacas era uno de los Maasai más influyentes de la zona. Superaba los mil ejemplares, lo cual se considera ser rico dentro del pueblo Maasai. De hecho, el Maasai que no fuera capaz de alcanzar las cincuenta cabezas de ganado, podía considerarse pobre. Tanto el número de vacas como el número de hijos es lo que permite al Maasai alcanzar su posición social y su importancia dentro del grupo.

Sangre de vaca recogida en un cuenco y lista para beber.
Mwampaka les fue enseñando a Lengwsi y a Makutule durante las siguientes semanas las distintas labores que debían ejercer como pastores. Tenían que aprender a cuidar las vacas, de las cuales obtendrían la leche y la sangre; de las ovejas y cabras, además de usar su leche, también podían usar su carne, y su crianza era más llevadera. Cuando el agua escaseaba en el entorno, que podía ser uno de cada tres días, la leche en forma de grasa sustituía de forma adecuada al agua para eliminar todas las impurezas del polvo y de la tierra.

Los dos niños descubrieron también que la palabra en lengua Maa -la lengua principal de los Maasai- con que se denomina a los bueyes es la misma con la que se denomina a los hombres. Y que una expresión de buena educación que podían utilizar para saludar a otro Maasai cuando se cruzaran por los caminos era: "Espero que su ganado esté bien". Mwampaka también les contó que con la piel se hacían sus ropas, sus camas, que el ganado servía para pagar multas, y que incluso se usaba para establecer lazos políticos entre unos poblados y otros.

Morani (Guerreros Maasai).
Hubo una cosa que les contó Mwampaka que les llamó mucho la atención. A veces, los rebaños de ganado se engrandecían robando los animales de pueblos vecinos. Eso era en parte lo que justificaba el largo periodo de quince años como Morani de un Maasai. Eran necesarios grupos de guerreros bien entrenados y organizados, como auténticos ejércitos, para defender el propio ganado y las propias tierras; y para, cuando llegaba la ocasión, conquistar la tierra y el ganado vecino.

Por último, los niños fueron aprendiendo a reconocer las plantas silvestres de cuyos frutos o semillas se podían alimentar. Los Maasai suelen despreciar los vegetales cultivados, por razones religiosas y culturales. También se fueron acostumbrando como base de su dieta, a tomar leche, mezclada con sangre de vaca o bien sola, queso y mantequilla. Y en cuanto a comer la carne de animales salvajes, solamente les estaba permitido consumir la carne del eland y del búfalo, estando el resto prohibidos por causas religiosas.

Eland. Cráter del Ngorongoro. Tanzania. Fotografiado por Mary Ann McDonald
Búfalo del Cabo. Fotografiado en el Serengeti. Tanzania.

sábado, 12 de noviembre de 2016

LCP Cap. 42: LOS DESPRECIADOS HERREROS MAASAI

Maasai cuidando de su ganado en las planicies del Serengeti

Ikoneti siguió con sus hijos ya de forma más relajada el resto del camino. Empezó a hablarles del ganado y de la importancia para el pueblo Maasai.

-Ya sabéis que para nosotros las vacas son muy importantes.

-Sí, padre. -contestaron ambos niños al unísono. Ikoneti había reducido el ritmo de sus pasos, para adecuarlo al del de los niños, de tal forma que los tres podían ir andando juntos y hablando de forma más o menos animada.

-Y que tenemos que cuidarlo mucho. -dijo Lengwesi.

-Sí, desde ya mismo. -siguió diciendo Makutule, que quería reconciliarse con su padre, después de su insistencia al hablar del laibón.

-Pues bien, debéis de saber que el rebaño y lo que procede de él es puro. Por eso las mujeres tienen prohibido ocuparse de él. Somos nosotros, los hombres los que debemos realizar todas las tareas que se refieren al rebaño. Sacarlo a pastar. Ordeñar las vacas. Obtener la sangre de los bueyes. Facilitar la monta. Ayudar al parto de los terneros. E incluso la elección de la vaca o el buey a sacrificar en las ceremonias y fiestas. Pero daros cuenta que he dicho la elección, no la muerte.

Matanza sacrificial Maasai de un toro blanco
-Pero padre, yo he visto cómo se mataba al buey, y cómo comíamos su carne después. -decía Lengwesi.

-Sí, pero no eran Maasai quién los mataba. Para matarlo, llamamos a individuos de otros pueblos, de otras tribus. Concretamente a los Doroto, para que sean ellos quienes los sacrifiquen, y que lo hagan siempre de forma ritual, de una determinada manera.

-No los matamos, pero nos lo comemos. No lo entiendo, padre. -dijo Makutule.

-Lo hacemos sólo en las grandes ceremonias. Y su comida es tan solo ritual. No lo hacemos de ninguna otra forma. Además, nunca se puede comer la carne junto con vegetales, y menos aún junto con leche.

-Hay que comerla sola, ¿entonces? -preguntó Lengwesi.

-Sí. -respondió Ikoneti- Y la leche. La leche hay que recogerla y conservarla en recipientes de madera, nunca en metal, porque el metal es impuro.

-Pero si las lanzas de los morani están hechas de metal. -señaló Makutule.

-Sí, pero las hacen los herreros, el clan más bajo de nuestro pueblo. Su ocupación es la más inmunda a la que se puede dedicar un Masaai. Por eso viven en aldeas separadas del resto de nosotros. Procurar no ser vecinos suyos, atraen la muerte. -los niños se quedaron boquiabiertos- La mujer que se casa con un herrero, tendrá hijos inválidos y acabará perdiendo la razón. Por eso mismo, suelen casarse solamente entre ellos.

Los niños estaban atemorizados por esto último que les había contado su padre. Éste, al darse cuenta del efecto que les había producido lo que les había contado, intentó suavizarlo un poco.

-Bueno, quizá haya exagerado un poco. Pero Ngai, nuestro Dios, nos dio la tierra, y el ganado, y la madera. No necesitamos del hierro. El hierro fue un invento que vino de fuera. Por eso se considera impuro, y por eso el clan más bajo de nuestro pueblo es el que se dedica a trabajar el hierro.
Herrero Maasai. Tanzania. 2011.

Una vez que los niños se habían recuperado de la impresión, y se habían tranquilizado con estas últimas palabras de su padre, le preguntaron.

-Pero si a los herreros se les considera impuros, ¿quién fue el que les escogió a ellos para que hicieran la labor del metal?

Ikoneti sonrió.

-¿Recordáis la historia del nacimiento del mundo que os conté ayer?

Los chicos dudaron un poco. Habían ocurrido tantas cosas, habían vivido tantas emociones en las últimas veinticuatro horas que les costaba recordar el principio de su enseñanza como Masaais. Por fin, Lengwesi se atrevió a responder:

-Era sobre Ngai, cuando nos dio todo el ganado para que lo cuidáramos.

-Sí. -saltó Makutule- Dio tres regalos a sus tres hijos, y a uno de ellos le correspondió un palo para conducir los rebaños, y de él procedemos nosotros.

-Muy bien. Veo que sois unos muchachos muy atentos y con buena memoria. Pues hay otra versión.

-¿Otra versión? -preguntó Lengwesi.

-Sí. -aclaró el padre- Otra forma de contarlo. En ella, la única diferencia es que al tercer hijo, al tercer ser humano se le da un martillo. Por tanto, es Ngai directamente el que los seleccionó para que trabajaran el hierro.

-Pero si Ngai los escogió, ¿por qué los consideramos impuros, padre? No lo entiendo. -preguntó Makutule.

Ikoneti sonrió. Esperaba esa pregunta. Iba conociendo ya a sus nuevos dos hijos. Y, de hecho, se hubiera sentido un poco decepcionado si Makutule no hubiera hecho algún comentario parecido.

-Makutule. En esa leyenda, Ngai da a escoger un palo de pastoreo, un arco y un martillo. El primero escoge el palo de pastoreo, y fuimos nosotros. El segundo cogió el arco, los cazadores. Y el tercero, al dejar a los demás escoger, al ser tan pusilánime, se quedó con lo que los demás no querían, el martillo. Makutule, no dejes nunca que nadie escoja por tí. ¿Has entendido? ¿Habéis entendido los dos?

-Sí, padre. -dijeron los dos niños al unísono.

-Ahora, sigamos adelante, que con tanta charla no vamos a llegar al rebaño en todo el día. -acabó Ikoneti, reanudando su marcha hacia el horizonte de la sabana.

Sabana africana. Serengeti.


viernes, 30 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS (LCP) Cap. 37: El ganado Maasai

Pastor Maasai con su ganado.

Ikoneti, seguido de sus dos hijos, llegó a una extensión amplia de terreno. Allí se encontraba un gran número de vacas, con sus grandes cuernos dirigidos hacia el cielo, que en aquellos momentos lucía un azul brillante.

Ikoneti empezó a señalar a cada una de ellas y a decir sus nombres. Los chicos, conforme Ikoneti iba llamándolas, quedaban admirados de la capacidad de su padre para retener el nombre de todos aquellos animales, y de la capacidad para reconocer a cada uno de ellos entre el resto del ganado.

Cuando Ikoneti acabó de recitar la retahíla de nombres, se acuclilló al lado de sus hijos.

-¿Estáis sorprendidos porque sé todos esos nombres?

-Sí, padre. -respondieron ambos chavales.

-Pues no os preocupéis, que vosotros también terminaréis sabiéndolos. Un buen Maasai conoce a cada una de las vacas de su ganado. Las reconoce por su voz, por el color y las manchas de su piel, incluso por el color de sus ojos. Y cuando seáis dueños de un rebaño tan grande como éste, vosotros mismos les daréis nombre.

Los niños estaban asombrados. Ikoneti se alzó y comenzó a avanzar hacia el rebaño. Makutule y Lengwesi le siguieron, como los patitos siguen a su madre para llegar a las aguas del estanque donde vivirán la siguiente etapa de su vida.

Cuando llegaron junto al rebaño, Ikoneti les preguntó:

-Mirad las vacas, fijaos. ¿Os llama algo la atención?
Ganado Maasai. Raza cebú. En la villa de Selenkay, en Kenya.

Ambos niños miraron atentamente las vacas. Éstas eran cebúes. La raza se caracterizaba por dos enormes cuernos, que se dirigen desde la parte alta de la cabeza hacia el cielo formando los dos brazos de una hipotética lira. También era característica la giba que poseían en la parte anterior del lomo, concretamente sobre los cuartos delanteros. Los chicos le destacaron esas dos características, pero Ikoneti les pidió que se fijaran con más detalle, que miraran con más minuciosidad.

-Todos tienen el mismo corte en las orejas. -dijo al cabo de un rato Makutule.

-Eso es. -le contestó su padre- Ése es el detalle que quería que os fijarais.

-¿Y por qué? -preguntó Lengwesi.

Observesé el corte en la oreja izquierda del animal.
-Es nuestra marca. -le explicó su padre- Aprendedla bien. Nuestras vacas, nuestro ganado siempre tendrá ese corte en la oreja. Por ese corte sabréis que una vaca es vuestra, y la podréis reclamar ante cualquiera que diga que es suya. Nadie podrá discutiros vuestro derecho sobre ella. Es la señal de nuestra casa.

Una exclamación de admiración surgió de la boca de ambos niños. Estaban aprendiendo en esa salida un montón. Ikoneti prosiguió.

-Las vacas nos dan todo en nuestra vida. Nos dan la comida. La leche, la sangre, el queso y, a veces, la carne. También usamos su estiércol como combustible, porque quema muy bien y dura mucho tiempo encendido. Lo usamos también para la pared de nuestras casas. Si mezclamos el estiércol de la vaca con la tierra, éste se volverá duro y hará que la pared de la casa sea dura, y no penetre el frío o el calor y se pueda vivir en ella. Las pieles de las vacas nos sirven para vestirnos, y para taparnos en las camas durante las épocas de frío. Nuestras manos no se cortan con el frío o con el trabajo duro gracias a su orina. Cuando vemos que se van a cortar, bien porque llevamos mucho tiempo a la intemperie, bien porque el frío se ha quedado muchos días entre nosotros, usamos la orina del ganado y nos lavamos las manos con ella, y vuelven a ser suaves, como si fuera el primer día de trabajo. Nuestras calabazas, donde guardamos la leche, y su sangre, se hacen de cuero curtido, de su piel. Y la mantequilla de nuestros rituales se obtiene a partir de su leche. Recordad, hijos, las vacas son todo para el Maasai.

Los niños escuchaban sin perder detalle todo lo que su padre les estaba contando. Ikoneti continuaba.

-Engai, nuestro Dios, nos concedió todo el ganado para cuidarlo cuando creo el cielo y la tierra. Por eso debemos tenerlo siempre con nosotros. Y no debemos dejar que sea maltratado, debemos defenderlo de las fieras, e incluso de otros hombres que no sepan cuidarlo, y podemos arrebatárselo y quedarnos con él. Pues Engai así nos lo permitió al hacernos los guardianes del ganado.

-Pero, -comentó Makutule- si otros hombres cuidan bien del ganado, no es necesario quitárselo, ¿verdad, padre?

Ikoneti le sonrió, como quién sonríe a alguien que aún no ha descubierto todos los entresijos de una madeja de hilo y se deja llevar solamente por su superficie.

-Querido Makutule. Cuando llegues a guerrero, cuando alcances el grado de Morani, que lo alcanzarás, te darás cuenta que nadie cuida mejor del ganado que los Maasai.
Jóvenes guerreros Maasai.

Makutule quedó apesadumbrado. No terminaba de entender. Y la respuesta de su padre no le había resuelto el problema que surgía en su cabecita infantil.

-Por eso, -siguió Ikoneti- a partir de ahora, vais a empezar a ser los dos pastores de mi ganado.

De pronto, la cara de Makutule se iluminó, Lengwesi que se había ensimismado con el pensamiento de ser guerrero, dio un respingo. Ambos niños empezaron a preguntar al padre tantas cosas que Ikoneti no tuvo más remedio que hacerles callar.

-Tranquilos, tranquilos. Os creéis que es como jugar. No, mis queridos hijos. No es un juego. Aquí vais a empezar a crecer como hombres.


jueves, 22 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS (LCP) Cap 36: La madrugada de Lengwesi y Makutule.

Choza Maasai. Se pueden observar las paredes revocadas con excrementos de vaca. La techumbre esta realizada
con palos entrelazados y cubiertos con paja y otro tipo de hierbas secas.

Aquella mañana, Ikoneti llegó temprano a la puerta de la choza dónde vivían Lengwesi y Makutule.

-¡Mujer! -gritó desde la entrada- Dí a tus hijos que salgan.

A la llamada, más bien orden, del Maasai, salió una mujer, medio dormida, con los ojos entreabiertos, encorvada debido a la baja altura de la entrada, y mirándole, le preguntó:

-¿A qué vienen esas voces a estas horas de la madrugada?

-Hoy vienen conmigo a seguir su instrucción de auténticos Maasai.

-¿Y tiene que ser tan temprano? Están durmiendo aún y... -protestó la mujer.

-Sí. Deben estar preparados para todo, mujer.
Mujer Maasai construyendo su choza.

Ante la determinación de Ikoneti, la mujer desapareció en el interior de la choza. La choza la había construido con ramas, que había clavado verticalmente para formar el entramado de las paredes; barro, para ir tapando los entresijos entre las mismas; y excrementos de las vacas, con los que había cubierto todas las paredes de la choza, para conseguir un ambiente lo más aislado posible de los cambios de temperatura exterior que sufría la sabana africana. Para ese menester, le habían ayudado las otras mujeres de Ikoneti. El techo se había hecho de la misma manera, conjugando las ramas, paja e hierbas secas de forma que pudiera escaparse el humo del fuego que se prendía en el interior para caldear el habitáculo así formado. Los enseres eran sencillos. Los dos niños dormían sobre unas esteras de palos más o menos finos, que permitían cierta comodidad a sus jóvenes cuerpos. Su madre les despertó.

-Venga, gandules, que vuestro padre os espera a la puerta.

Los chicos se revolvieron en sus camastros, adormilados.

-No, mama, más tarde.

-Venga, levantaos. Ya sabéis que a vuestro padre no le gusta esperar. Vamos. -y sacudió sus cuerpecillos con las manos- Venga. Que me vais a hacer enfadar a mí también.

-Vaale. -respondieron los chicos. Levantándose y restregándose los ojos, se dirigieron a la puerta.

Cuando salieron al exterior, vieron la figura de su padre. Se proyectaba sobre el horizonte ese amanecer de forma soberbia. Alto, fuerte, todo su cuerpo denotaba la agilidad que después demostraba en la sabana. Esbelto, de facciones finas. Vestido con el manto rojizo a cuadros, que le rodeaba el torso. Llevaba el pelo afeitado. No le gustaban las trenzas que poseían otros Maasai. Otros miembros de su tribu se peinaban de forma complicada y decorativa, untándose de grasa y barro, tiñéndose el pelo de ocre rojizo. A Ikoneti le gusta ir afeitado. No se había dejado crecer el pelo desde que dejó de ser guerrero, hacía ya de eso varios años. Sí llevaba, en cambio, varios brazaletes repartidos en sus dos brazos y pendientes en ambos lóbulos de las orejas.

Ikoneti miró a sus hijos, sonriendo. Sentía una mezcla de amor y orgullo. El día anterior les enseñó el origen de su pueblo. Hoy les iba a comenzar a enseñar la forma de vida que debían seguir de ahora en adelante. Se dirigió a ellos.

-Venid conmigo. Hoy vamos a ver nuestro ganado.

Los chicos se alegraron, irrumpieron en gritos y saltos de alegría alrededor de su padre. Tanto alboroto formaron, que Ikoneti les tuvo que reñir.

-O estáis tranquilos, o volvéis a la choza.

Los chicos pararon. Sabían que su padre lo decía en serio. Su padre era justo, pero era también un padre muy severo. Y cumplía todo aquello que decía. Por lo que valía la pena obedecerle.
Enkang o Boma Maasai.

Salieron del cercado de la boma o enkang. El enkang o boma es la aldea básica en que suelen vivir los Maasai. Comprende a varias familias, y está constituido por unas diez o veinte viviendas aproximadamente, junto con un cercado o empalizada para encerrar el ganado. Todo el conjunto está rodeado por una valla de espinos de una altura cercana a los dos metros, bien intrincada, para evitar que pasen los animales salvajes.

Ikoneti con sus dos hijos, salió de la boma y se dirigieron hacia el horizonte, hacia dónde pastaba su ganado, el ganado de Ikoneti.
Pastor Maasai con su ganado

jueves, 8 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS. Cap 34: El origen legendario del pueblo Maasai

Afueras de poblado Maasai, en plena sabana africana

Ikoneti salió de su poblado, acompañado por sus dos hijos, Lengwesi y Makutule. Aún quedaba un tiempo para que la tarde decayera, pero Ikoneti quería vivir con sus hijos un momento único, tal como hizo su padre con él, hacía tanto tiempo. Ikoneti iba recordando por el camino como su padre le cogió aquel día de la mano, cuando estaba a punto de cumplir siete años, y lo sacó de la boma donde vivía con su madre y sus hermanas.

-¿Dónde vamos, papa? -fue su pregunta.

-Ya lo verás. -respondió su padre.

Anciano Maasai

Su padre era parco en palabras. Solía hablar poco. Pero lo poco que hablaba era suficiente para que todos obedecieran. Su padre era uno de los ancianos más respetados en el poblado Maasai. Recordaba como defendió el derecho de los Maasai sobre la caza del león en sus tierras frente a los invasores que venían de lejos. Recordó cómo habló al resto de los ancianos del poblado del valor y de la gallardía del Maasai respecto al resto de los pueblos, incluso del recién llegado del este, del hombre blanco. Ellos tenían unas lanzas que escupían fuego a distancia. ¿Qué valor tenía eso? Podían matar a la fiera de lejos. ¿Era eso ser guerrero?
Familia de leones en la reserva del Maasai Mara. Kenya

Ikoneti sonreía mientras recordaba cómo su padre encogió el alma de todos los ancianos de la tribu al recordarles la lucha de todos sus antepasados y el origen de los Maasai, ese origen que ahora iba a contar a sus hijos.

Sus hijos. Los miró con amor y con tristeza. ¿Qué camino tomarían? Aún eran pequeños, habían cumplido seis y siete años. Estaban yendo a la escuela de la misión, dónde les enseñaban a leer y escribir. Les enseñaban a valerse por sí mismos en el mundo que se imponía y que lanzaba sus tentáculos, llegando hasta aquella remota aldea Maasai. Era el progreso. Así lo llamaban. Él prefería llamarlo el fin, la destrucción de toda una cultura.
Escuela en Tanzania

Por eso era importante comenzar a enseñar a sus hijos las costumbres Maasai. Los orígenes, de dónde provenían, el porqué de sus ritos y ceremonias. Por eso ahora tocaba contarles porque Dios les quería como les quería. Como guerreros.

Por fin alcanzaron el sitio. Era la cima de una pequeña loma, alejada unos kilómetros de la aldea. Desde allí se podía divisar toda la gran llanura que se extendía hasta un conjunto de montes lejanos al poniente y si se miraba en dirección a levante había un único monte, con la cima nevada, que se distinguía levemente entre la bruma que lo cubría. Allí es dónde, en un primer momento, Ikoneti hizo que los niños miraran.

-Mirad la gran montaña que tenéis allá, a lo lejos.

-Sí, padre. -contesto Lengwesi, que era el más extrovertido. Makutule asintió con un movimiento de cabeza y ambos niños se quedaron fijos mirando el espectáculo del Kilimanjaro iluminado por los rayos del sol del atardecer.

-Allí vive Ngai, nuestro Dios. -dijo Ikoneti. Los niños lanzaron una exclamación de admiración- Por eso nosotros, los Maasai llamamos a esa montaña Oldoinyo Ngai, "La Montaña de Dios", y la adoramos como el hogar de Ngai.
Vista oeste del Kilimanjaro

Los niños seguían extasiados con la vista que ofrecía la montaña, que si de por sí era atrayente, al unirse a la historia que les estaba relatando su padre, ésta se volvía para ellos casi mágica.

Cuando los primeros grises del atardecer comenzaron a hacerse presentes, su padre les pidió que se dieran la vuelta y se sentaran en el suelo, para ver con tranquilidad la puesta de sol.

El sol, antes de desvanecerse en el horizonte, aumentaba de tamaño y adquiría unos tonos más ocres. Su luminosidad, que durante todo el día iluminaba la sabana, el poblado y a sus gentes, pasaba de forma paulatina del amarillo al ocre y de éste al rojizo intenso, semejando un inmenso plato de loza que terminaba desvaneciéndose en el horizonte.

Sentados cómodamente los tres en el suelo de la loma, el padre y los dos hijos, mientras disfrutaban del espectáculo del atardecer de la sabana, Ikoneti comenzó su relato.

-Queridos hijos. al principio de los tiempos el cielo y la tierra eran uno. Y ese uno era Dios. Y ese Dios era Ngai. Un buen día Ngai decidió separar el cielo de la tierra. Y viendo ambos, decidió vivir en la tierra, en Oldoinyo Ngai, la montaña que os he enseñado.

Los dos niños escuchaban atentamente. Ikoneti continuó su relato.

-Ngai es el Dios supremo. Pero puede manifestarse de dos formas. Como Ngai Narok, el Dios Negro, el Dios bueno, benévolo, el que nos cuida. Él nos trae las lluvias, las hierbas las hace crecer para que nuestros rebaños puedan pastar y para que nuestra comunidad pueda prosperar. Él se manifiesta en el trueno. Pero también puede aparecer de otra forma. En forma de Ngai Na-nyokie, El Dios Rojo y vengativo, que se muestra en los relámpagos, cuando caen sobre los árboles, los animales y las personas y los quema o, peor aún, los mata. Es el culpable de las sequías, el hambre y la muerte.

-Entonces, -se atrevió a preguntar Makutule- ¿Ngai es malo?

Ikoneti le miró, miró al horizonte y, extendiendo los brazos, le contestó.

-¿Crees que es malo Aquel que separó todo esto y que se dio para que nosotros podamos vivir de ello?
Guerrero Maasai contemplando el cráter del Ngorongoro

-Pero tú dices que es responsable de las sequías y del hambre y de la muerte. -insistió Makutule.

-Así es, porque todo surge de Él. Lo que me recuerda que debo contaros la segunda historia, que es sobre el origen de los Maasai, nuestro pueblo. Pero si no queréis...

Ambos niños comenzaron a protestar y a pedírselo en voz alta y cuando al alboroto bajo de volumen, su padre se dispuso a contarla.

-Pues bien. Ngai tenía tres hijos. Y un buen día les dio tres regalos.

-¡Alá! ¡Cuántos regalos! ¡Qué bien se lo pasarían! -dijo Lengwesi.

-No te equivoques. -le respondió su padre- Un regalo para cada uno.

Los rostros de los niños expresaron una pequeña decepción.

-El primero recibió una flecha. Y a partir de entonces se ganó la vida cazando. Son aquellos congéneres nuestros que viven de lo que cazan y recolectan en el bosque. Al segundo le dio una azada para cultivar la tierra. Esos debían curvar su espalda y romper la superficie de la tierra, hacer heridas en la piel de Ngai para sobrevivir, una atrocidad. Al tercero le dio un palo. Ya os imagináis para qué, ¿no?

-Para el ganado. -dijeron ambos niños al unísono.

-Sí, pero el tercero no lo entendía y preguntó "¿Qué puedo hacer con un palo, poderoso Ngai? No sirve como la azada ni como la flecha, solo ahuyenta a los animales". Y Ngai le contestó: "No para ahuyentar, sino para conducirlos en rebaños, mi querido Natero Kop, es el palo." Porque debéis saber que el tercer hijo se llamaba Natero Kop. Y es de ese tercer hijo del que descendemos todos los Maasai.

Una exclamación de admiración surgió de las gargantas de los dos niños.

-Por eso los Maasai somos los guardianes del ganado y tenemos derecho sobre los mismos. Por eso cualquier otra actividad para nosotros es inferior. Por eso, si rompemos la tierra, rompemos la piel de Ngai, de Dios. Por eso cuidamos de lo que Ngai nos encargó. Los animales, el ganado, nuestro ganado.
Pastores masaais cuidando su ganado

Un silencio casi sagrado se extendió sobre la loma, en medio de la sabana. La figura de los tres seres humanos, un adulto y dos niños, se recortaba en el horizonte mientras el sol lanzaba sus últimos rayos de atardecer, antes de ocultarse detrás de las lejanas montañas.

Al desaparecer el último rayo de sol, Ikoneti se levantó, cogió a sus dos hijos de la mano e inició el camino de regreso al poblado. Para Lengwesi y Makutule había sido una experiencia inolvidable. Habían pasado un atardecer con su padre en el que le había sido revelado el origen de su pueblo y la razón por la que eran tan distintos a otros pueblos con los que convivían. Y habían dado los primeros pasos en las costumbres y conocimiento de la sociedad Maasai de la que se sentían parte.
Maasai en la sabana, al pie de un volcán dormido

domingo, 31 de julio de 2016

LCP XXIX: CÓMO VIVE LA TRIBU HAMER?


Queridos amigos de La Cultura de los Pueblos. Hace aproximadamente una semana acabé con esta pregunta, y prometí que en el curso de la siguiente entrada dedicada a este pueblo os lo desvelaría. Aquellos que hayáis estado siguiendo mi serie sobre los pueblos del valle del río Omo, encontrareis una gran similitud con respecto al último pueblo que vimos, los Karo. Aquí intentaré destacar aquellos aspectos en que se pueden diferenciar o que sean más importantes en el pueblo Hamer que en el pueblo Karo. Vosotros seréis los que juzgareis si lo he logrado. Por mi parte, ése será mi empeño. Pero empecemos.

Cerdo salvaje africano también conocido como Facócero

Los miembros de la tribu Hamer se ganan la vida como pastores de ganado y agricultores. Hace tiempo también se dedicaban a la caza, pero los cerdos salvajes y los antílopes pequeños casi han desaparecido de las tierras en las que viven. Por otro lado, hasta hace 20 años, la forma de cultivo y siembra que conocían era la realizada a base de palos que introducían en el suelo realizando el agujero correspondiente y echando en él la semilla.


Forma de siembre realizada con palo de perforación conocido
con el nombre de "digging-stick" por los expertos















La tierra no es propiedad de los individuos como tal; se encuentra libre para el cultivo y para el pastoreo. También ocurre esto en el caso de la recolección de frutas, como las bayas. Los poblados Hamer suelen trasladarse de sitio cuando la tierra se ha agotado o bien se ha llenado de malas hierbas y no pueden obtener una mejora de sus condiciones.

Las familias suelen poner en común su ganado y de esta forma pastorean juntos, para obtener un mejor resultado de esta actividad. Sobre todo en la estación seca, familias enteras viven en campos de pastoreo comunes junto con sus rebaños, en los cuales sobreviven gracias a la leche y la sangre del ganado. Al igual que para las otras tribus que hemos estado viendo en el valle del Omo, el ganado bovino y las cabras constituyen el corazón de la vida del pueblo Hamer. Ellos constituyen la piedra angular de la vida en los hogares. Gracias al ganado y a las cabras, por ejemplo, un hombre podrá casarse, pues con ellos puede pagar “el precio de la novia” a la familia de ésta.

Anciano Hamer con su buey a las afueras de Turmi

En el pueblo Hamer suele existir una división del trabajo según el sexo y la edad del individuo. Las mujeres y las niñas trabajan en los cultivos, sobre todo el sorgo, que es el alimento básico, al que se le suma el maíz, la calabaza y los frijoles. También serán las responsables de la recolección de agua, de la cocina y del cuidado de los niños. A partir de los ocho años deben comenzar a ayudar a la familia también en el pastoreo de las cabras.

Los hombres jóvenes trabajan en los cultivos, defienden los rebaños de las incursiones de los pueblos vecinos, o incluso son ellos los que realizan dichas incursiones a otros pueblos para obtener nuevas cabezas de ganado, robadas, por supuesto. Los hombres adultos se dedican a reunir el ganado, arar la tierra con bueyes y elevar y cuidar las colmenas en los árboles de las acacias.

En ocasiones, para un trabajo tal como levantar un techo de una choza o recoger la cosecha de sorgo, una mujer invita a sus vecinos a unirse a ella, formando un equipo de trabajo. A cambio de este esfuerzo, la mujer los agasajará bien con cerveza, o bien con una suculenta comida de cabra; cabra que será especialmente sacrificada para la ocasión.

Los padres Hamer tienen un gran control sobre sus hijos, los cuales cuidan del ganado y las cabras para la familia. De hecho, son los padres los que dan el permiso para que los hombres se casen, y muchos de ellos no se casan hasta que alcanzan los treinta y tantos años. Sin embargo, las niñas tienden a hacerlo aproximadamente a la edad de diecisiete. ¿Por qué tanta diferencia? Vamos a verlo.

Joven Hamer adornada para la ceremonia del Ukuli-Bula

El matrimonio requiere un, digamos, “precio de la novia”. Se trata de un pago que se realiza a la familia de la mujer y que generalmente se compone de cabras, ganado vacuno y de armas de fuego. Como se puede uno imaginar, el precio es muy alto, 30 cabras y 20 cabezas de ganado bovino al menos, que no puede ser devuelto normalmente en toda la vida del novio. Esta "dote" se paga como si se tratara de un préstamo bancario, y se va satisfaciendo en cuotas a lo largo del tiempo.

Una de las consecuencias de este “préstamo” es que cada vez que la familia del novio tiene una considerable cantidad de ganado, ahí estarán los hermanos de la madre de la novia para reclamar las deudas pendientes de ésta. ¿Qué ocurre entonces? Que los hombres Hamer no pueden aumentar sus riquezas y su ganado, pues ven como éste es reclamado por los parientes de su mujer. Sin embargo, hay casos en que el hombre Hamer es lo suficientemente rico, entonces puede permitirse hasta tres o cuatro esposas. Las mujeres, en cambio, sólo se casan con un hombre. Existe, por tanto, la poligamia.

Viuda Hamer. Se distingue su gargantilla de casada con la protuberancia delantera
Todas estas costumbres lleva a que los hombres sean mayores que sus esposas, incluso sacándoles varias décadas de diferencia, por lo tanto, mueren primero. ¿Consecuencia? Los hogares Hamer están encabezados por las mujeres que han sobrevivido a sus maridos. En algún poblado se ha encontrado que, de las 39 mujeres no solteras del mismo, 27 de ellas eran viudas. La mujer viuda también ejerce su influencia sobre los hermanos más jóvenes del marido, lo cual significa que tiene derecho de decisión sobre el ganado de los mismos siempre y cuando los padres de dichos jóvenes hubieran muerto, caso que no suele ser infrecuente en el pueblo Hamer. Todo esto nos habla de la importancia de la figura femenina de la viuda dentro del pueblo Hamer.

La presencia de hermanos y hermanas en la familia es importante también para los individuos de la tribu Hamer en otros momentos del transcurrir de su vida. Uno de los ejemplos más importantes, y más dramáticos desde nuestro punto de vista occidental, es el de la flagelación ritual antes de la ceremonia del salto del ganado.

Pero quizá eso sea materia para la próxima entrada.
Mientras tanto, queridos amigos, nos vemos en la red.

Nos despide hoy la sonrisa de una niña Hamer