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martes, 8 de diciembre de 2015

LCP IX. LOS SAM. La iniciación de Nkosi (3ª parte)

Bosquimano apreciando un kudú abatido previamente
La búsqueda, el acecho y la persecución del animal les había llevado lejos del lugar dónde estaba asentado su grupo. Y la noche se estaba echando encima. El sol, como un gran plato de loza roja, comenzaba a esconderse en el horizonte. Los cazadores se dispusieron a pasar la noche. Ya tomarían el camino de vuelta al amanecer del día siguiente. Ahora tocaba disfrutar de un merecido descanso tras una fructífera jornada de caza. La pieza abatida suministraría recursos suficientes para un gran número de días. Tenían asegurado el futuro próximo.

Ahora correspondía encender el fuego alrededor del cual dispondrían sus lechos, excavados en la tierra, dónde se entregarían a un sueño reparador. Al estar en su proceso de iniciación, a Nkosi le correspondió encender el fuego. Era una técnica que dominaba, que le fue enseñada bastante tiempo atrás por su abuelo.

Bosquimanos haciendo fuego
Disponía de dos varas de madera, una más ancha, la otra más redondeada. Puso la ancha en el suelo, cogió un pequeño manojo de hierbas secas que acumuló en el centro de la tabla, y con la vara más redondeada, colocada sobre ese conjunto de hojarasca, comenzó a moverla con ambas manos con rapidez. Para ello, colocó las manos palma contra palma, la vara sujeta entre ellas, y las desplazó alternativamente hacia delante y hacia atrás, en un movimiento rítmico, rápido, potente. Poco a poco, debido a la fricción de las dos superficies, la temperatura fue aumentando hasta alcanzar el grado de combustión de la hojarasca. Comenzó a salir humo del grupo de hojas secas.

Cuando Nkosi consideró que había llegado el momento, separó la vara redondeada, acercó su cara a la madera humeante y empezó a soplar. Primero suavemente, hasta que las chispas empezaron a dar paso a una pequeña llama; la intensidad de su soplido fue haciéndose mayor hasta conseguir una llama que acercó a la zona dónde se había acumulado el ramaje para realizar el fuego. Sin dejar de soplar, introdujo el puñado de hojarasca en el interior del montón de palos amontonados. Introdujo el fuego en el corazón del montículo de madera. Y poco a poco, primero tímidamente, después con fuerza, las llamas hicieron acto de aparición. Nkosi las miró extasiado. Le gustaba la sensación que recorría su cuerpo. La sensación de haber realizado un pequeño milagro.

La mañana siguiente comenzó al amanecer. Nkosi notó un vigoroso zarandeo que lo sacó del sueño. Era su padre, que le urgía a levantarse. Había que trocear el eland, y decidir los pedazos de carne que llevarían al grupo, y lo que dejarían en la sabana para que las hienas, chacales u otro tipo de carnívoros, dieran buena cuenta de ellos. También se precisaba llegar pronto al grupo. Esa noche sería la celebración de su exitosa iniciación. Había conseguido una presa importante y había pasado al mundo de los adultos. Ahora sería uno más del grupo. Sus opiniones serían tenidas en cuenta de igual a igual. Dejaría de ser el hijo de uno de los cazadores para convertirse en Nkosi, el cazador. Podría casarse, formar una familia, tener hijos a los que enseñar y transmitir toda la sabiduría que había adquirido de sus mayores.


Llegó la noche. Y llegó la celebración. El te-kúa, un instrumento hecho de púas de metal clavadas en un trozo de madera alas que se hacía vibrar, y el guashi, un instrumento de cuerda, se dejaban oír junto al sonido de las gargantas de los sam al dejar volar por el cielo del Kalahari los cánticos ancestrales de sus antepasados.

Los sam consideran que la música y la danza tienen poderes curativos, son capaces de alejar los espíritus. Quizá la alegría contagiante de sus canciones es la que obra el milagro. El caso es que esa noche Nkosi disfrutó de su paso a la edad adulta. Bailó y cantó como uno más. Había alcanzado la madurez. Al día siguiente empezaba una nueva etapa para él, llena de retos, dificultades y experiencias. Pero esa noche tocaba disfrutar. Y así hizo.