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sábado, 24 de marzo de 2018

LCP Cap. 72: LA GRAN REUNIÓN (3ª parte)


El ambiente era de tremenda expectación. Se habían reunido allí los laibones más respetados de todos los clanes Maasai. Estaban los morani más fuertes, más aguerridos. También alrededor del fuego que se había creado en el enkang que había recibido a todos ellos, se encontraban los sabios más reconocidos dentro de los distintos pueblos que constituían la etnia Maasai. Todos se encontraban con suma expectación, a la espera de que se iniciara la asamblea que les había llevado hasta allí.

Laibon Meshuko. Tarangire National Park. Cortesy by Stuart Butler

Purko, como el laibón más viejo, el más anciano, fue el que comenzó a hablar. Se levantó y dio unos pasos hacia la hoguera, que crepitaba en el centro de la reunión. A pesar de sus muchos años, nadie sabía bien cuantos, mantenía la apostura de los guerreros morani. Era altivo, a pesar de apoyarse en el bastón que indicaba su categoría doble de anciano y laibón. Los lóbulos de sus orejas se encontraban alargados varios centímetros por los abalorios que había portado durante su larga vida. El pelo como se dejaba ver en su cabeza, rapada hacía algún tiempo y no para la ocasión, dejada crecer, quizá a propósito, así como su barba, cerrada y blanca. Echó un vistazo a todos y comenzó su discurso:

Mito Maasai de la creación, con su Dios, Ngai

-Somos los dueños de nuestra tierra. Ngai nos la dio. El ganado nos pertenece por mandato divino. Ngai nos lo dijo. "Cuidad de él." Y lo hemos hecho desde el principio de los tiempos. -murmullos de asentimiento se oyeron en toda la asamblea. Purko esperó que los murmullos desaparecieran para proseguir su discurso.

-Pero desde hace algunas generaciones, hay nuevos pueblos a nuestro alrededor con ideas distintas. Gente con un color de piel distinto al nuestro y, lo que es peor, con armas más poderosas que las nuestras. -en este caso hubo abucheos, e incluso alguna protesta. Purko esperó pacientemente, y elevó las manos en señal de asentimiento y de petición de paciencia al auditorio. Éste fue poco a poco sumiéndose en el silencio para escuchar las siguientes palabras del laibón.

-Hace tres generaciones, muchos de los que estáis aquí aún no habías nacido, se produjo un enfrentamiento directo entre nuestro pueblo y el suyo. -Purko adoptó una postura firme, con el cuerpo recto, actitud digna, como un líder, que lo era, ante sus seguidores- Fue en Elbejet. Nos mataron un buey, y no quisieron pagarnos la parte de nos correspondía por ley. Había acabado la pequeña estación de las lluvias (en la planicie del África Oriental, esa estación se corresponde a los meses de noviembre y primera quincena de diciembre). Nos enfrentamos a ellos con nuestros mejores hombres, nuestros escudos y nuestras lanzas. Teníamos superioridad numérica. Éramos más de tres por cada uno de ellos. -hizo una pausa para observar el efecto que estaba consiguiendo en su público, estaban todos expectantes- Sin embargo, ellos tenían las armas de fuego. 120 de nuestros valientes murieron y solamente pudimos acabar con 7 de los suyos.

Grabado que representa la carga de los Maasai en Elbejet, 1889

Un murmullo de incredulidad y de tristeza recorrió toda la asamblea. Purko acabó diciendo:

-Los actuales dominadores de la tierra, y que nos permiten vivir en la nuestra según nuestras tradiciones tienen armas de fuego mucho mejores que aquellas. Y estoy seguro que un enfrentamiento no nos llevaría a un resultado diferente al que ocurrió aquella vez. Por otro lado, muchas cosas han cambiado desde entonces, mucho he podido ver que ha ido cambiando y que esos cambios han venido para quedarse. Quizá sea necesario pensar en ofrecer este cambio que nos piden, a cambio de conservar el resto de nuestra cultura.

Un silencio denso y triste llenó la asamblea cuando Purko se retiró a sentarse a su lugar entre los ancianos de esa reunión.



lunes, 27 de noviembre de 2017

LCP Cap. 67: EL REGRESO DE LOS GUERREROS MORANI


Lengwesi volvió a su aldea donde le esperaban todos sus habitantes. El regreso del grupo de nuevos morani se vive en los enkang maasais de forma muy festiva y, al mismo tiempo, con gran sosiego y tranquilidad para aquellas familias que ven volver a sus hijos, así como tristeza y congoja en aquellas otras que saben que alguno de sus miembros ha perdido la vida en el encuentro con el gran rey de la sabana, con simba, el león.


Pero, ¿cómo es posible que la familia sepa, antes de que lleguen los morani, que su familiar ha fallecido? ¿Cómo es posible que los maasais sepan, no actualmente que existen los móviles, sino antes, cuando eran ellos solos, sin tecnología superior a la madera o al metal, metal que por otro lado era considerado impuro, cómo era posible que supieran, antes de que llegarán los morani, si alguno de ellos había muerto en el lance de caza?


Pues bien. Los maasais se guiaban por algo mucho más sencillo que las ondas electromagnéticas de nuestros móviles. Los maasais usaban algo que al ser humano del primer mundo, de nuestras abarrotadas ciudades, algo que a usted y a mí se nos está atrofiando. Utilizaban sus sentidos. Y dentro de sus sentidos el que, quizá, más importante ha sido para el ser humano, desde antes de descender de la copa de los árboles. La vista.


Si la partida de caza ha tenido éxito, un éxito completo, total, los morani se acercarán al poblado maasai portando la cabeza y la piel del león. La cabeza sobre una lanza, enarbolándola como si se tratara de una enseña. La piel la portará otro morani, otro de los guerreros maasai que haya protagonizado el episodio de la lucha contra la fiera salvaje. Pero una de las señales más importantes que suele ver con ansiedad el vigía que observa la llegada del grupo de nuevos morani es la forma en que se acercan al enkang.


Si el grupo de jóvenes guerreros se acercan al poblado en línea recta, en fila india, una sonrisa se dibujará en la faz del vigía que les está observando desde lejos. El grupo ha salido no solamente exitoso, sino que, además, no ha sufrido ninguna baja. Pero, sin embargo, si la faz del vigía se entristece al ver llegar al grupo, es porque estos se acercan haciendo una maniobra de zig-zag, como si se tratara de un destacamento militar durante unos ejercicios de instrucción, o en una avanzadilla. Esta manera de acercarse al enkang les señala la mala noticia. Podrán haber vencido al gran rey de la sabana, a su gran competidor, a su gran enemigo, a aquel que les roba de cuando en cuando alguna res. Pero en el trance de la lucha con simba, con el león, han perdido a uno, o a varios, de sus queridos muchachos, de sus jóvenes guerreros, de sus nuevos morani.


Eso es lo que ocurrió con la partida de Lengwesi cuando llegó al enkang. Fueron recibidos con gran júbilo. ¡Habían vencido a su gran enemigo! ¡Al león! Pero el rey se había cobrado su tributo. Y dos de los jóvenes de la partida habían quedado tendidos en la tierra de la sabana, en la lucha contra la fiera. Ello hizo que la celebración no fuera tan intensa como en un primer momento se había pensado. Las familias de aquellos que habían fallecido en el combate rompieron a llorar, y prepararon los duelos, mientras el resto del poblado se dispuso a celebrar esa noche el triunfo del hombre sobre la naturaleza salvaje, sobre el gran representante de ésta, el rey de la misma, simba, el león. 


miércoles, 26 de julio de 2017

LCP Cap. 65: EL PERIODO DE AISLAMIENTO EN LA CIRCUNCISIÓN MAASAI (VI)


Lengwesi despertó la mañana siguiente. La noche había sido agitada. Había tenido un sueño muy raro. En el sueño se habían mezclado todos los acontecimientos de los últimos días. La búsqueda del árbol "alatím", la conversación con su tío, el baño ritual, el agua del hacha, el rapado de cabeza y cuerpo, las sandalias, plantar el "alatím", y por fin, la ceremonia de la circuncisión. Pero todo estaba mezclado de forma abigarrada y sin sentido. Tan pronto era mujer como hombre. Tan pronto le circuncidaba su padre, su tío, como era él el que circuncidaba a ambos. Su madre lloraba casi siempre que salía en el sueño. Algo muy curioso, porque Lengwesi nunca la había visto llorar.

Poco a poco, conforme fue despertándose, fue dándose cuenta del dolor que comenzaba a sentir en su miembro viril. Éste se hallaba erecto y, aunque no sangraba ni supuraba, la zona de corte lucía un rojo intenso. Lengwesi dejó atrás el sueño y sacudiendo la cabeza salió al exterior. Sabía lo que le correspondía ahora. Unirse al grupo de recién circuncidados, aislarse en una choza preparada para ello y vivir a base de la caza de pájaros, mientras se recuperaban de la herida de la circuncisión.

Durante este tiempo de aislamiento, los recién circuncidados se visten con pieles animales que se han teñido de negro usando aceite y carbón de leña. En todo el tiempo del aislamiento dejan crecer su pelo. Las plumas de los pájaros las usarán para decorar una especie de tocado en la cabeza que llevarán al acabar su aislamiento, momento en el que también se pintan la cara de blanco. Por eso Ikoneti le había pedido a Lengwesi que recogiera plumas de avestruz, para el tocado que luciría al acabar su periodo de aislamiento.


Y así fue como Lengwesi pasó su periodo de aislamiento y recuperación de la circuncisión. Ikoneti hubiera querido que saliera antes, pero Lengwesi prefirió salir al mismo tiempo que el resto de sus compañeros, a los treinta y ocho días. Aunque tenía las plumas de avestruz y el preparado de Makutule para poder salir antes, decidió quedarse con sus compañeros. El emplasto lo repartió a partes iguales entre todos; y, a pesar de que fue de los primeros en recuperarse, resolvió esperar a los que presentaban una recuperación más lenta. Se preocupaba por todos los de su grupo, y cada día cuidaba de que los heridos tuvieran una evolución adecuada. De esta forma, sin proponérselo, fue convirtiéndose en el líder natural del grupo.

Cuando llegó el día de salir del aislamiento, todos salieron contentos, con su cara pintada de blanco, con su tocado de plumas, la mayoría de ellos de avestruz, y totalmente recuperados de la ceremonia de la circuncisión.


El grupo fue recibido en el enkang con gran alegría. Un nuevo grupo de moranis se añadía a los que había en el poblado. Nuevos guerreros, jóvenes, fuertes y que sabían valerse por sí mismos entraban por la puerta de la boma, de la pequeña pared de espino que se levanta alrededor del poblado para hacer desistir a las fieras, animales o no, de atacar el poblado.

Al llegar cada uno a su choza, había un nuevo ritual que cumplir. El afeitado de cabeza; la pintura de todo el cuerpo, de cabeza a los pies, de color ocre; y el vestido de la toga roja como auténticos morani.

Pero aún les quedaba algo para que fueran respetados y se consagraran definitivamente como guerreros morani.

Aquello que aún falta por cumplir, tanto para Lengwesi como para el resto de sus compañeros, lo descubriremos en la próxima entrega de LA CULTURA DE LOS PUEBLOS.

Hasta entonces, queridos amigos, tengan un buen día. Nos vemos en la red.


Foto cortesía de Elena Cerezo

jueves, 11 de mayo de 2017

LCP Cap. 59: EL ENTIERRO MAASAI


Hoy pongo en vuestras manos (de forma metafórica, pues es a través de las redes) una entrega más de LA CULTURA DE LOS PUEBLOS. Fue escrita en diciembre del año pasado. Es la última escrita entonces. Había hecho un “colchón” importante para intentar que desde ese momento hasta ahora pudiera extenderme en mi otra actividad como escritor, pero por circunstancias me ha sido imposible. Entre esas circunstancias ha estado la promoción de mi primera novela, PERTURBACIÓN, que me ha supuesto mucho más tiempo del que sospechaba en un primer momento.

Por otro lado, al releer la entrada antes de publicarla, me encontré con que no iba a lograr seleccionar ninguna foto que pudiera captar la idea que quería transmitir en dicha entrada, con lo que debía recurrir a algo que no se me da muy bien: el dibujo. De ahí que en esta entrada, la práctica totalidad de la misma es autoría mía, incluido el material gráfico.

El caso es que aquí está la entrada que os prometí, de la que hablé en mi última presentación en Ciempozuelos, de la que dije que estuvierais atent@s, y que me comentarais qué os había parecido. Por ello, va dedicada expresamente a tod@s vosotros.

Con todo cariño, comienza EL ENTIERRO MAASAI


Dibujo realizado por el autor del blog

El enkang estaba lleno de tristeza. Conforme Obago se iba acercando a él, podía escuchar los lamentos y los lloros de las mujeres, los gritos de las plañideras y el rítmo sincopado de los cánticos de los hombres. Cuando llegó a la entrada del enkang fue recibido por uno de los hijos de Ikoneti, que le saludó ceremoniosamente. Conforme pasaba al interior del recinto y se dirigía a la choza principal, Obago observaba las parihuelas y los bultos preparados al lado de las chozas, señal inequívoca de que todo el grupo se disponía para marcharse.

Al atravesar la entrada de la choza y pasar al interior, tuvo que agacharse. Conforme sus ojos se acostumbraron a la penumbra reinante pudo ir distinguiendo la escena que se desarrollaba en el lugar.

Ikoneti, que estaba de espaldas a la puerta, estaba de pie, rígido, con la mirada fija en el cuerpo que estaba tendido en el centro de la choza. Alrededor del cuerpo, varias mujeres estaban sentadas, llorando, pero sin tanto ruido como las plañideras que se encontraban fuera. Sus lágrimas rodaban por sus mejillas, sus lamentos de tristeza surgían de sus bocas lentamente, como la brisa en la noche, sin aspavientos. A ambos lados del cuerpo, del cadáver, había dos morani, de pie, enhiestos. Portaban sus lanzas, sus escudos, las largas trenzas les caían por la espalda, una de ellas por delante, por la frente, Estaban haciendo guardia, como si rindieran honores al cuerpo muerto del compañero. En el centro, el cadáver, al cual le faltaba una pierna, que le habían amputado en un vano intento por salvar su vida. En el centro, el cuerpo de Mwampaka.

Dibujo realizado por el autor del blog

Obago se colocó al lado de Ikoneti. Este no se movió un ápice. Obago siguió viendo detalles que le llamaban la atención. Había ramaje y maleza acumulada en la base de la pared de la choza. El cadáver estaba elevado sobre una especie de altar hecho con maderas entre las que también se habían introducido ramas finas. El suelo aparecía aparentemente sin limpiar de restos vegetales secos y de estiércol de vaca, también seco. Obago se imaginó el tipo de entierro que preparaba Ikoneti. "Ngai tajapaki tooinaipuko inona". (Dios, cobíjame bajo tus alas) se oía susurrar a las mujeres. Obago se dirigió a Ikoneti.

-Ikoneti. Estoy aquí para acompañarte en tu dolor.

Ikoneti se volvió hacia Obago. Le miró a los ojos y con un movimiento de cabeza le indicó que saliera con él al exterior. Una vez estuvieron fuera los dos hombres, Ikoneti le dijo:

-Era uno de mis mejores hijos. Era un gran morani. ¿Por qué Ngai lo quiso muerto tan pronto?

-Ngai ake naiyiola. (Sólo Dios sabe) -contestó Obago- Unos mueren, otros viven.

-Pero es mi hijo el que ha muerto hoy. -dijo Ikoneti. Obago le miró. Ikoneti mantenía la mirada perdida en el horizonte. Su rostro expresaba una profunda tristeza; no ira, ni enfado, tan sólo tristeza.

Tras unos momentos de silencio, Obago le preguntó:

-¿Cómo vas a despedir a Mwampaka?

Ikoneti se irguió más aún, tensó toda la musculatura de su cuerpo, y sin desviar la vista del horizonte dijo:

-Como se merece. ¡Cómo un gran guerrero!

Cuando en un enkang se produce la muerte de uno de sus miembros, todo el grupo recoge sus utensilios y, tras quemar por completo el enkang con el cadáver en su interior, deambula durante un día y una noche completos en busca de otro lugar donde establecerse. Así lo había pensado realizar Ikoneti.

Dibujo realizado por el autor del blog

-Ikoneti. Admito tu disposición a hacer las cosas como marca la tradición, -comenzó diciendo Obago- y creo que un morani como Mwampaka se merece tal honor. Pero tú mismo me dijiste que había que pensar en las nuevas circunstancias. El hombre blanco nos está presionando en nuestras propias tierras. No tenemos la misma libertad de movimientos que antes. Cuando desplazamos nuestros enkangs corremos el riesgo de chocar con otro grupo o de sobrepasar el límite de las tierras fértiles, y acabar en tierras áridas, baldías. -Ikoneti seguía mirando al infinito- Quizá debieras pensar otra forma de honrar a tu gran guerrero. -acabó diciendo Obago.

En ese momento, Ikoneti giró su cabeza, enfrentó su mirada a la de Obago y dijo:

-¿Me lo dice aquel que llevó a mi grupo de morani a la lucha contra la aldea wacamba? -Obago, sosteniéndole la mirada, movió la cabeza en señal afirmativa- ¿Me lo dice aquel laibón que no consiguió salvar a mi hijo Mwampaka de la muerte?

Obago le siguió manteniendo la mirada.

-Así es, Ikoneti.

-Entonces díme, sabio laibón. ¿Murió mi hijo como un guerrero?

Obago sabía lo que significaba esa respuesta. Pero, sin embargo, no podía dar otra distinta.

-Sí. Mwampaka, hijo de Ikoneti, murió como un guerrero, como un morani.

-Pues entonces será honrado como un guerrero.

Obago no dijo más. Sabía que llegados a ese punto, no era posible convencer a Ikoneti. Se despidió de él. Éste, a su vez, se despidió de Obago con una expresión respetuosa y vio cómo se perdía a lo largo del sendero.

Durante la tarde se dispusieron todas las cosas para la marcha. El grupo se reunió en la entrada del enkang. En su interior sólo quedaban Ikoneti y alguno de los morani. Ikoneti entró solo a la choza dónde estaba el cadáver de su hijo Mwampaka. Portaba en su mano derecha una antorcha encendida con la que alumbró toda la estancia. Solamente entonces, a solas, al ir aplicando la tea en la base de la cama de palos y ramas sobre la que habían colocado a su hijo muerto; solamente entonces, Ikoneti se permitió llorar. Pero fue un llanto silencioso, de unas pocas lágrimas, que brotaron de sus ojos y descendieron por sus mejillas hasta caer al suelo, Al tiempo que terminó de aplicar la antorcha en el amasijo de ramas se recuperó del momento de debilidad y salió al exterior. Su rostro volvía a ser duro como el acero.

-¡Vayámonos! -dijo a los morani.

Éstos, con antorchas, fueron aplicando el fuego de las mismas a las distintas chozas y a partes de la pequeña empalizada del enkang. Una vez hecho ésto, salieron al exterior, allí les esperaba todo el grupo. Ikoneti se puso a la cabeza y empezó a andar.

Dibujo realizado por el autor del blog

Al cabo de un tiempo, cuando el crepitar de las llamas sobre la madera ya no se oía, cuando la brisa ya no traía olor a madera quemada, Ikoneti paró. Era el atardecer. Se giró sobre sí mismo y vio lo que había sido su enkang consumiéndose bajo las llamas. Ya quedaba muy poco. Allí, en medio de aquel fuego se había consumido el cuerpo de su hijo. Estaba sumido en ese pensamiento cuando una voz le hizo volver a la realidad.

-Es una pena que nuestro enkang acabe así quemado, ¿verdad, padre? -era Lengwesi.

Ikoneti le miró, vio su figura, que iba moldeándose con la dura vida de pastor, su altivez, a pesar de que aún ni siquiera alcanzaba la edad para la circuncisión, y sintió en su interior, en lo profundo de su tristeza, el renacimiento de la esperanza. Tras mirar a los ojos al muchacho, Ikoneti volvió a mirar al enkang que ya se había reducido a unas pequeñas llamitas en mitad de la sabana y dijo:

-Tapala amoo etii ake Ngai. (No importa, porque Dios todavía está presente).

Foto de Elena Cerezo

domingo, 26 de marzo de 2017

LCP Cap. 56: LAS RELACIONES SEXUALES EN EL PUEBLO MAASAI

Frutos de la planta conocida por los Maasai como Olamuriaki. Foto de Max Lemayian

Tras la despedida del morani, a Makutule le quedaban muchas dudas, y empezó a preguntar. La primera era la más obvia.

-¿Qué hierbas le has dado para curarle a él y a todos los de su manyatta?

-Onyokie, pero también puedes usar olkokola, elmakutukut, y olamuriaki.

-¿Y esa enfermedad sale de la compañía de mujeres?

-Sí, Makutule.

-¡Pues no lo entiendo! He estado muchos años en compañía de mi madre, que es una de las mujeres más experimentadas que conozco, y a mí nunca me ha salido pus por el pene.

Obago lanzó una sonora carcajada. Recordó que Makutule estaba justo al borde de esa edad en que aún se ve al sexo opuesto como simple compañero de viaje, madres, tías, hermanas, abuelas si había suerte de verlas vivir. Pero pronto empezaría a notar otras cosas. Quizá habría llegado el momento de explicárselo.

Cráter del Ngorongoro, con las nubes cubriéndolo. Foto procedente del blog trekearth.com

Se sentó a la entrada de su cabaña, frente al paisaje que le brindaba la meseta de Maasailand, y le dijo:

-Ven, Makutule. Siéntate a mi lado.

El chico lo hizo.

-Cuando el morani ha hablado, cuando hemos hablado, de la compañía de las mujeres, no nos referíamos precisamente a la compañía que te hacía tu madre, antes que empezaras a ser pastor, o a la de tus hermanas jugando en el enkang.

-¿No? ¿Entonces? -preguntó Makutule.

-¿Sabes lo que quería decir cuando te he hablado de la unión de un hombre y una mujer?

-Creo... que... sí. -Makutule no quería reconocer su ignorancia. Obago, al notarlo, le retó.

-Muy bien. Pues entonces, cuéntamelo.

Joven maasai, Kenya. Foto de Johan Gerrits

-Pues que cuando un hombre se acuesta con una mujer varias veces, al final, la mujer queda preñada de un bebé. -relató Makutule de forma dubitativa.

-¿Y nada más? -siguió preguntando Obago.

-¿Qué quieres decir?

-¿Por qué cuando se acuestan un hombre y una mujer, y no cuando lo hacen dos hombres o dos mujeres?

Makutule estaba cada vez más perplejo. No sabía lo que le quería decir su maestro. Y esta última pregunta le dejó sumido en una profunda confusión. Lo había visto tan natural que nunca se lo había planteado, era algo que siempre había dado por hecho, como el respirar o el comer.

Obago, al ver el aturdimiento del muchacho, comenzó a explicarse.

-A ver, Makutule. Tú sabes que existen diferencias físicas entre el hombre y la mujer, ¿no?

-Sí, padre. Son... -iba a comenzar a decirlas, pero Obago levantó la mano, indicándole que no era necesario.

-No. Demasiado sé que las sabes. Ahora me toca hablarte de la razón por la que existen esas diferencias físicas.

-¡Si también las sé! -protestó el chico.

-No del todo, aprendiz de laibón, no del todo.

Makutule hizo un mohín de desagrado. No le gustaba fallar, pero menos le gustaba saber las cosas a medias. Cuando creía que sabía algo al completo se sentía tan orgulloso que cuando Obago le mostraba sus carencias, no podía evitar una reacción de disgusto y rebeldía.

-Te queda saber porque tu miembro viril se endurece al ver a una chica que te gusta.

Makutule sintió que le subía calor por la cara y que sus pabellones auriculares aumentaban de temperatura. Bajó los ojos, y Obago, que notó la reacción del muchacho, prosiguió.

-He acertado, ¿verdad?

-Sí, pero eso, ¿qué tiene que ver con que la mujer quede embarazada?

-Pues que necesitas un miembro bien duro para que ella quede encinta.

Makutule volvió a reaccionar tímidamente. Bajó la cabeza, emitió una risita nerviosa y notó como si de sus orejas saliera fuego.

-Te lo explicaré. -comenzó Obago.

Foto del blog venusrex,blogspot.com.es
El laibón empezó a contarle a Makutule directamente todas las reacciones fisiológicas que sufría el cuerpo de la mujer y del hombre en el caso que se diera la atracción física entre ambos. Describió con todo detalle cómo se comportaban ambos aparatos genitales, masculino y femenino, y lo que es más difícil, lo que sentían ambas personas en ese momento de atracción sexual.

Acto seguido, le describió el acto sexual. La unión del hombre y la mujer. La función que debía realizar su miembro. Cuál era la parte que le correspondía al receptáculo femenino. Y le narró todo el disfrute que podían alcanzar ambos en ese momento supremo. Y le añadió que justo por ser el momento de máximo disfrute entre dos seres humanos, justo entonces es cuando Ngai, el dios supremo de todos los Maasai, había dispuesto que se produjera la creación de un nuevo ser. Ese nuevo ser sería el culmen, el fruto, de ese momento mágico, de ese momento supremo que se llega a alcanzar entre dos seres humanos.

-Entonces, padre, -cortó Makutule la narración- ¿no siempre se alcanza ese momento supremo? Pues no siempre la mujer queda embarazada.

-Bien visto, Makutule. Por eso, para nosotros, los hijos son una bendición. -Makutule se puso algo triste. Obago, que adivinó sus pensamientos, añadió- Incluso los adoptados.

Obago le dio un pescozón cariñoso en la cabeza y el muchacho volvió a sonreír. El laibón regresó a su narración, contándole esta vez las costumbres de su pueblo. Cuando una mujer alcanza la pubertad y es circuncidada ya puede casarse, pero hasta el momento en que se case, tiene total libertad para mantener relaciones sexuales con guerreros jóvenes. Incluso casada, puede tener relaciones con compañeros del mismo grupo de edad de su marido, y también con antiguos conocidos o novios. Eso sí, los hijos, aunque fueran concebidos fuera del matrimonio, se consideran pertenecientes al marido y a su familia.

Las jóvenes viven en el enkang del padre hasta que se casan, y como pudo comprobar Makutule, no solamente la poligamia, que ya la había visto en su padre, sino la promiscuidad sexual, tanto masculina como femenina, estaba aceptada sin cortapisas en la sociedad Maasai. Por último, Obago le habló de la importancia que entre su pueblo se daba a la belleza física, de tal forma que le aconsejó que cuando quisiera enamorar a su primera mujer, estuviera bien atento a su apariencia y a su cuidado personal.

-Y ahora, pequeño laibón, -concluyó Obago- ve a descansar. Por hoy creo que has tenido bastante.

-Sí, padre. -contestó Makutule.

Tanto se había alargado la charla que la luna se encontraba ya colgada en el horizonte, cuando el muchacho salió de la choza del laibón.


viernes, 10 de marzo de 2017

LCP Cap. 54: LA ADAPTACIÓN A LA VIRUELA DE LOS MAASAI (II)

Conjunto de chozas Maasai, en el interior de un Enkang o poblado.

Cuando Obago y Makutule se acercaban al enkang que era su destino, el niño notó algo raro:

-Hay mucho silencio, ¿no, padre?

-Así es. -le contestó Obago- Está muriéndose el jefe del enkang, y están todos a la espera. Ni siquiera los niños tienen la algarabía normal. Se están preparando para el luto.

-Entonces, ¿qué hacemos nosotros aquí?

-Tranquilo, Makutule. Ya lo verás. Tú quédate junto a mí, y no pierdas detalle de todo lo que yo haga.

Maasai con su maza y su túnica roja. Fotografía de Rita Willaert

Obago y Makutule alcanzaron la puerta del enkang. Allí les esperaba un maasai, con su maza en la mano, vestido con la túnica a cuadros rojos. Tras los saludos rituales a Obago, les dirigió a una de las chozas. En el pequeño trecho, Makutule se sorprendió al cruzarse con la mirada triste de dos o tres niños. El resto de las personas que veía, estaban en la entrada de sus chozas, con un semblante serio.

Obago y Makutule se introdujeron en el interior de la choza seguidos por el maasai. Una vez que sus ojos se adaptaron a la penumbra que reinaba en el interior, pudieron ver la figura de un hombre tendido en un jergón. Se trataba de un anciano, como se podía adivinar por su pelo cano y las arrugas de su cara. Su mirada estaba clavada en un punto fijo del infinito.

-Aún respira. Por lo demás, creemos que ya ni oye, ni ve, ni siente.

Quién había hablado era el maasai que les había acompañado todo el tiempo.

-¿Eres tú el principal maasai del enkang después de tu padre? -preguntó Obago.

-Sí. Yo tomaré el mando cuando él muera. -respondió- Espero haberte avisado a tiempo.

-Lo has hecho. -le contestó Obago- ¿Sabes que vas a hacer una gran labor para toda la nación Maasai?

-Mi padre y yo siempre nos hemos sentido orgullosos de ser maasais, y de serlo hasta el último momento.

-¿Quieres estar presente? -le preguntó Obago.

-¿Es doloroso?

Ampollas de viruela.
-No lo notará y es muy sencillo. Es sólo pinchar las ampollas.

-Entonces, estaré presente. -el semblante del maasai reflejaba seriedad y determinación.

Obago procedió a sacar una calabaza pequeña, junto con una espina de acacia. Los tres, Obago, Makutule y el hijo del moribundo se acercaron al anciano, el cual no movió un solo músculo. Obago comenzó el procedimiento. Con mucha delicadeza retiró la piel de cabra que cubría al anciano; acercó la boquilla de la calabaza a las ampollas que veía tenían mayor cantidad de pus, y las pinchó con la espina de acacia en un punto de tal forma que, al salir el pus, cayera sobre la boca abierta de la calabaza. Así, de manera meticulosa, fue recorriendo todas las partes del cuerpo del anciano que estaban al alcance, pues decidió no moverlo. Makutule y el maasai, hijo del moribundo, veían cómo Obago recogía delicadamente el pus de las ampollas en la pequeña calabaza, y cómo, pacientemente, iba de una parte a otra para no dejar un resquicio de piel sin inspeccionar.

Espina de Acacia karoo

Cuando Obago dio por terminado el procedimiento, había pasado bastante tiempo, y el sol estaba alto en el horizonte. Al salir de la choza, los rayos del astro rey les cegaron durante unos breves instantes. Una vez recuperados, Obago y Makutule fueron despedidos por el hijo a la entrada del enkang, e iniciaron su camino de vuelta a casa. Poco tardó Makutule en preguntar.

-De todas formas no lo entiendo. ¿Para qué queremos el pus de las ampollas? Es un moribundo. Le ha podido la enfermedad. ¿De qué nos sirve?

Obago sonrió. Esperaba la pregunta. Y le gustaba la forma directa en que la planteaba Makutule. Al muchacho le gustaba hacer las cosas sabiendo la explicación, no le bastaba con una simple afirmación o un simple "porque sí". Sabía que esta vez lo iba a tener más complicado para explicárselo.

-Porque con el pus del moribundo evitamos la enfermedad mortal. -dijo simplemente Obago.

-¿Qué? -preguntó Makutule incrédulo- ¿Cómo va a ser eso?

-¿A qué parece una barbaridad?

-De entrada, sí.

-Pues más barbaridad es lo que vamos a hacer con este pus. -Makutule le miró con semblante inquisitivo- Haremos arañazos en los brazos de los que no los tengan hechos antes esos arañazos y los untaremos con pequeñas cantidades de este pus.

-¿Cómo?

-Lo que me recuerda que tú no lo tienes hecho todavía. -dijo Obago divertido.

-Ni loco. -soltó Makutule en ese momento.

-Tranquilo. -intentó sosegar Obago a Makutule, que se había puesto a negar con la cabeza- ¿No quieres saber cómo funciona?

El muchacho había perdido toda la curiosidad. Obago, viendo que no se tranquilizaba, se paró y le señaló una marca en su brazo.

Cicatriz que dejaba la vacuna de la viruela

-Mira. Aquí está mi señal. Aquí me lo hicieron a mí. Soy uno de los primeros que lo recibí.

El muchacho se acercó a mirar.

-Tú... fuiste...

-¡Sí! Uno de los primeros. Y gracias a ello, aquí estoy. Ahora, ¿quieres saber cómo funciona?

Makutule seguía mirando la marca. Se había quedado embobado. Obago le sacó de su ensimismamiento.

-¡Vamos! ¡Makutule! ¡Qué te lo tengo que contar! ¿Quieres ser laibón o no?

El muchacho respondió de inmediato.

-¡Sí, sí! ¡Cuentámelo!

Y durante el resto del camino Obago le explicó la forma en que, al usar el pus de un enfermo agonizante, la enfermedad que se provocaba en la persona sana era mucho más leve, casi como una gripe y que, al pasarla, habían comprobado que la forma grave de la viruela, la que era capaz de matar a un hombre sano, ya no les atacaba. Hablando de todo esto, alcanzaron su enkang, rayando el atardecer africano.

Atardecer en Maasailand. Fotografía de Robert Mark

viernes, 16 de diciembre de 2016

LCP Cap. 47: EL PACTO DE LOS HERMANOS


La animación en el enkang donde vivía Ikoneti con sus mujeres y sus hijos, entre los que se contaban Mwampaka, Lengwesi y Makutule, era muy superior a la de un día normal. Nadie había pensado nunca que algo tan extraordinario les pudiera llegar a ocurrir. La alteración de todos era evidente. Muy pocas veces un laibón adoptaba a un niño, y menos aún si pertenecía a un clan distinto al suyo. La noticia había llenado de estupor primero y después de admiración y alegría a la gente del poblado. Y aunque Makutule e Ikoneti no querían, pronto se difundió la causa de la adopción. Makutule tenía sueños en los que veía el futuro.


Mañana, tarde y noche Makutule y su madre se veían asediados a preguntas. ¿Cómo lo habían sabido? ¿Habían hecho algo especial? ¿Notó algo en su embarazo? Incluso Ikoneti, en un primer momento sufrió aquel asedio. Pero como patriarca pronto lo cortó. Conforme pasó el tiempo y en espera de la celebración de la adopción, la gente fue calmándose. Volvieron a sus tareas diarias. Al fin y al cabo, aún quedaba mucho tiempo para que Makutule se convirtiera en un auténtico laibón. Antes tenía que pasar, como todo buen Maasai, el periodo de pastor y después, tras el rito de la circuncisión, el periodo de guerrero, de Morani. Quedaban, pues, muchos años para que aquel niño fuera lo que el futuro, aparentemente, le deparaba en ese momento.


Y, además, para eso debía ocurrir otra cosa. El niño debía abandonar el poblado. Desde que se celebrara el rito de adopción Makutule ya no sería hijo de Ikoneti, sería hijo de Obago. Y debería abandonar el poblado, e irse a vivir con Obago y pasar allí toda su vida, como hijo suyo, sin otro lazo más de unión con el enkang de Ikoneti que los recuerdos que atesorara de su infancia. Y esa circunstancia hacía que una persona en concreto del enkang estuviera taciturno, triste, serio. Lengwesi era el que más afectado estaba por la marcha de Makutule. Era él el que había hecho todo lo posible para que su hermano resolviera el problema de los sueños. Estaba contento por eso; y estaba contento porque su hermano iba a hacer lo que más le gustaba. Pero eso no impedía que en su corazón empezara a sentir un vacío, que iba aumentando día a día.


Una mañana, mientras se dirigían hacia el rebaño de su padre, Lengwesi dijo a Makutule:

-Te irás y nos olvidarás.

Makutule, que no esperaba oír eso en absoluto, y mucho menos de su hermano, sonrió y le preguntó como si no hubiera entendido.

-¿Qué has dicho?

-Que acabarás olvidándonos. -dijo Lengwesi con seriedad.

-Pero, ¿hablas en serio? -preguntó- ¿cómo puedes decir eso?

-No pronto, ni en tiempos cercanos. Pero nuestro recuerdo se borrará de tu mente.

Makutule se paró. Se colocó enfrente de su hermano y le dijo:

-Puedes asegurar que nunca te olvidaré, hermano.

Ambos niños se miraron fijamente. Parecían dos pequeños guerreros en mitad de la sabana, con el sol al fondo que hacía descender sus primeros rayos sobre la planicie.

-Hagamos un pacto. -propuso Lengwesi.

-De acuerdo. -dijo Makutule- Pero un pacto de sangre.

Lengwesi quedó sorprendido de la audacia de su hermano. Normalmente, de la pareja que formaban, él era el audaz e intrépido mientras su hermano era el inteligente y razonable.

-Sabes que para ese tipo de pactos se necesitan testigos, se hace en público, se sacrifica una res que luego se sirve a los invitados al banquete. No tenemos res, ni podemos cumplir ninguna de las condiciones para realizarlo. -respondió Lengwesi.

Makutule le miró y sonrió.

-Está bien. Hay una cosa que sí podemos cumplir.

-¿Cuál?

-El juramento final. -respondió Makutule. Y sin dar tiempo a reaccionar a su hermano, colocó su mano derecha sobre el hombro izquierdo de Lengwesi y prosiguió- Yo, Makutule, hijo de Ikoneti, futuro hijo de Obago, juro y me comprometo a realizar un pacto de sangre con Lengwesi cuando tenga la capacidad de realizarlo correctamente.

Lengwesi estaba petrificado. No sabía cómo reaccionar. Fue su hermano quien le sacó de ese trance.

-¡Vamos! ¡Es tu turno!

Lengwesi levantó su mano derecha, la colocó sobre el hombro izquierdo de Makutule y dijo:

-Yo, Lengwesi, hijo de Ikoneti, juro y me comprometo a realizar un pacto de sangre con Makutule cuando tenga capacidad para hacerlo.

Lengwesi bajo el brazo. Los dos hermanos se miraron y sonrieron. De la sonrisa pasaron a la risa franca. Y así, riendo y jugando entre ellos llegaron donde se encontraba el ganado de su padre.


Queridos amigos de LA CULTURA DE LOS PUEBLOS. Interrumpo aquí la narración sobre la vida de los dos niños Maasai, Makutule y Lengwesi para hacerme eco de lo que hace unos días me dijo una amiga mía respecto a estas entradas.

Concretamente, me comentó que las hacía de forma autoconclusiva. Por tanto, no se entendía que la historia de estos dos muchachos continuaba en el tiempo, que era un relato continuo, sino más bien que eran historias independientes. Dicho esto, repasé las últimas entradas y me encontré con que era verdad, podían tomarse como relatos independientes.

Por eso, desde aquí quiero deciros a todos los seguidores de LA CULTURA DE LOS PUEBLOS que la historia de estos dos niños quiere reflejar las costumbres del pueblo Maasai tal y como eran antes que la colonización inglesa llegara a sus tierras y se vieran “invadidos” por nuestra civilización. Por tanto, todos los relatos referidos a Makutule, Lengwesi y los personajes que los acompañan se encuentran dentro de un mismo relato, que quiere mostraros la riqueza de la cultura Maasai.

Nada más que deciros por mi parte, salvo que sigáis disfrutando de esta serie de narraciones y que nos sigamos encontrando en este mar de bits que es internet.


Queridos amigos de LA CULTURA DE LOS PUEBLOS, nos vemos en la red.


jueves, 22 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS (LCP) Cap 36: La madrugada de Lengwesi y Makutule.

Choza Maasai. Se pueden observar las paredes revocadas con excrementos de vaca. La techumbre esta realizada
con palos entrelazados y cubiertos con paja y otro tipo de hierbas secas.

Aquella mañana, Ikoneti llegó temprano a la puerta de la choza dónde vivían Lengwesi y Makutule.

-¡Mujer! -gritó desde la entrada- Dí a tus hijos que salgan.

A la llamada, más bien orden, del Maasai, salió una mujer, medio dormida, con los ojos entreabiertos, encorvada debido a la baja altura de la entrada, y mirándole, le preguntó:

-¿A qué vienen esas voces a estas horas de la madrugada?

-Hoy vienen conmigo a seguir su instrucción de auténticos Maasai.

-¿Y tiene que ser tan temprano? Están durmiendo aún y... -protestó la mujer.

-Sí. Deben estar preparados para todo, mujer.
Mujer Maasai construyendo su choza.

Ante la determinación de Ikoneti, la mujer desapareció en el interior de la choza. La choza la había construido con ramas, que había clavado verticalmente para formar el entramado de las paredes; barro, para ir tapando los entresijos entre las mismas; y excrementos de las vacas, con los que había cubierto todas las paredes de la choza, para conseguir un ambiente lo más aislado posible de los cambios de temperatura exterior que sufría la sabana africana. Para ese menester, le habían ayudado las otras mujeres de Ikoneti. El techo se había hecho de la misma manera, conjugando las ramas, paja e hierbas secas de forma que pudiera escaparse el humo del fuego que se prendía en el interior para caldear el habitáculo así formado. Los enseres eran sencillos. Los dos niños dormían sobre unas esteras de palos más o menos finos, que permitían cierta comodidad a sus jóvenes cuerpos. Su madre les despertó.

-Venga, gandules, que vuestro padre os espera a la puerta.

Los chicos se revolvieron en sus camastros, adormilados.

-No, mama, más tarde.

-Venga, levantaos. Ya sabéis que a vuestro padre no le gusta esperar. Vamos. -y sacudió sus cuerpecillos con las manos- Venga. Que me vais a hacer enfadar a mí también.

-Vaale. -respondieron los chicos. Levantándose y restregándose los ojos, se dirigieron a la puerta.

Cuando salieron al exterior, vieron la figura de su padre. Se proyectaba sobre el horizonte ese amanecer de forma soberbia. Alto, fuerte, todo su cuerpo denotaba la agilidad que después demostraba en la sabana. Esbelto, de facciones finas. Vestido con el manto rojizo a cuadros, que le rodeaba el torso. Llevaba el pelo afeitado. No le gustaban las trenzas que poseían otros Maasai. Otros miembros de su tribu se peinaban de forma complicada y decorativa, untándose de grasa y barro, tiñéndose el pelo de ocre rojizo. A Ikoneti le gusta ir afeitado. No se había dejado crecer el pelo desde que dejó de ser guerrero, hacía ya de eso varios años. Sí llevaba, en cambio, varios brazaletes repartidos en sus dos brazos y pendientes en ambos lóbulos de las orejas.

Ikoneti miró a sus hijos, sonriendo. Sentía una mezcla de amor y orgullo. El día anterior les enseñó el origen de su pueblo. Hoy les iba a comenzar a enseñar la forma de vida que debían seguir de ahora en adelante. Se dirigió a ellos.

-Venid conmigo. Hoy vamos a ver nuestro ganado.

Los chicos se alegraron, irrumpieron en gritos y saltos de alegría alrededor de su padre. Tanto alboroto formaron, que Ikoneti les tuvo que reñir.

-O estáis tranquilos, o volvéis a la choza.

Los chicos pararon. Sabían que su padre lo decía en serio. Su padre era justo, pero era también un padre muy severo. Y cumplía todo aquello que decía. Por lo que valía la pena obedecerle.
Enkang o Boma Maasai.

Salieron del cercado de la boma o enkang. El enkang o boma es la aldea básica en que suelen vivir los Maasai. Comprende a varias familias, y está constituido por unas diez o veinte viviendas aproximadamente, junto con un cercado o empalizada para encerrar el ganado. Todo el conjunto está rodeado por una valla de espinos de una altura cercana a los dos metros, bien intrincada, para evitar que pasen los animales salvajes.

Ikoneti con sus dos hijos, salió de la boma y se dirigieron hacia el horizonte, hacia dónde pastaba su ganado, el ganado de Ikoneti.
Pastor Maasai con su ganado