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jueves, 14 de mayo de 2015

LAS CRISIS DE EDAD (II): UN ANCIANO DE 40 AÑOS


Cuando el hombre estaba asediado por las enfermedades, cuando podía acabar en las garras o en las fauces de las bestias con las que compartía el hábitat, cuando congéneres suyos de otra tribu distinta podían acabar con su vida, era muy raro que superara los 30 años de vida. En esos tiempos lejanos al que llegaba a los 40 años se le consideraba anciano y, por ende, sabio. Había vivido mucho para alcanzar esa edad. Había sobrevivido muchas lunas para llegar a ser tan viejo. Había arrastrado muchos peligros para conseguir ser de los últimos, sino el último, de su generación y ahora tenía la sacrosanta tarea de transmitir toda su sabiduría, todo lo que había vivido, a los más jóvenes. Para que estos aprendieran. Para que cuando se hallaran ante las mismas circunstancias supieran qué hacer, cómo salir del atolladero que el destino ponía ante ellos. Para que no se vieran como el viejo anciano de la tribu se vio porque nadie le había advertido, nadie le había enseñado.





Y esta enseñanza la impartía el anciano, el anciano de 40 años, alrededor del fuego, en las noches de invierno, dentro de la cueva, o en una tienda hecha con pieles de los animales cazados por los adultos de la tribu. El crepitar de las llamas, el baile de las sombras que se proyectaban en las paredes de la cueva, el olor que desprendía la madera quemada, todo ello contribuía a que en la mente de los pequeños quedaran impresas las imágenes del relato que el más anciano de su grupo les contaba. Miles de años antes que los griegos inventaran la filosofía, y descubrieran que una de las mejores formas para aprender es el diálogo entre alumno y maestro; miles de años antes que Homero escribiera su narración de la guerra de Troya, a partir de la cual cientos de generaciones han ido sumando nuevas narraciones; ya el hombre, un humilde Homo sapiens, junto al fuego, en el interior de una cueva, sabía que una de las mejores formas de transmitir la propia experiencia es el diálogo y la narración. Porque, en realidad, lo que transmitimos es experiencia. Propia o ajena. Vivida o prestada. Practicada o estudiada. Pero experiencia, al fin y al cabo.

¿Y por qué la transmitía este anciano de 40 años? ¿Para que los más jóvenes aprendieran? Por supuesto, no cabe duda. ¿Porque ya sabía todo? Posiblemente no. ¿Porque prefería quedarse en la aldea a ir en la partida de caza con los adultos? Seguramente no. Entonces, ¿por qué transmitía su saber a los más jóvenes?

La respuesta es dramática. El anciano transmitía sus conocimientos porque no se perdieran con su muerte. El anciano se sentía morir. No porque se sintiera enfermo, o porque tuviera una herida o una lesión que fuera mal, no, nada de eso. Simplemente veía que había perdido un montón de capacidades. No salía en la partida de caza porque no podía seguir al resto. Se quedaba rezagado. Iba perdiendo vista y oído. Uno del grupo tenía que estar al tanto de él. Suponía una rémora en la partida de caza. ¿Dónde era útil? ¿Dónde podía pasar sus últimos años? ¿Qué cualidad, qué habilidad poseía que fuera más útil para el grupo? Su gran capacidad de retentiva. Su extraordinaria memoria. Y su supervivencia. Era el último de su generación. Había visto crecer a todos los de su alrededor, y todos, en mayor o menor medida, le tenían cariño. Por eso era él el que se encargaba de contar las historias de la tribu a los más pequeños. Y aunque no era el líder, cargo que ostentaba uno de los individuos adultos, a él recurrían para pedir consejo cuando los problemas acuciaban y no encontraban una solución adecuada a la situación en la que se encontraban en ese momento.


Este anciano, cuando moría, a los cuarenta y pocos años de edad, se sentía satisfecho de haber vivido una vida plena. De niño, había jugado con sus amigos y había escuchado las historias que le había contado el más anciano de la tribu. De adolescente había tenido sus primeros escarceos amorosos, y había acompañado a los mayores en las salidas de caza. De joven había sido integrado en el círculo de los adultos, había participado en las partidas de caza, había escogido pareja y tenido descendencia. De adulto, había formado parte del grupo influyente de la tribu, podría haber participado en alguna que otra escaramuza con tribus vecinas, e incluso con suerte podría haber liderado el grupo durante un tiempo más o menos largo. Por último, al hacerse mayor, habría cedido el testigo a los que venían detrás de él y se habría dedicado a enseñar a las generaciones futuras la historia de la tribu, como legado que pasa de generación en generación. También les habría enseñado su experiencia, con sus aciertos y sus errores, para que pudieran aprender de ellos. Y así, una noche, con el manto de las estrellas sobre su cabeza, el anciano de la tribu habría sonreído y cerrado sus ojos.