viernes, 30 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS (LCP) Cap. 37: El ganado Maasai

Pastor Maasai con su ganado.

Ikoneti, seguido de sus dos hijos, llegó a una extensión amplia de terreno. Allí se encontraba un gran número de vacas, con sus grandes cuernos dirigidos hacia el cielo, que en aquellos momentos lucía un azul brillante.

Ikoneti empezó a señalar a cada una de ellas y a decir sus nombres. Los chicos, conforme Ikoneti iba llamándolas, quedaban admirados de la capacidad de su padre para retener el nombre de todos aquellos animales, y de la capacidad para reconocer a cada uno de ellos entre el resto del ganado.

Cuando Ikoneti acabó de recitar la retahíla de nombres, se acuclilló al lado de sus hijos.

-¿Estáis sorprendidos porque sé todos esos nombres?

-Sí, padre. -respondieron ambos chavales.

-Pues no os preocupéis, que vosotros también terminaréis sabiéndolos. Un buen Maasai conoce a cada una de las vacas de su ganado. Las reconoce por su voz, por el color y las manchas de su piel, incluso por el color de sus ojos. Y cuando seáis dueños de un rebaño tan grande como éste, vosotros mismos les daréis nombre.

Los niños estaban asombrados. Ikoneti se alzó y comenzó a avanzar hacia el rebaño. Makutule y Lengwesi le siguieron, como los patitos siguen a su madre para llegar a las aguas del estanque donde vivirán la siguiente etapa de su vida.

Cuando llegaron junto al rebaño, Ikoneti les preguntó:

-Mirad las vacas, fijaos. ¿Os llama algo la atención?
Ganado Maasai. Raza cebú. En la villa de Selenkay, en Kenya.

Ambos niños miraron atentamente las vacas. Éstas eran cebúes. La raza se caracterizaba por dos enormes cuernos, que se dirigen desde la parte alta de la cabeza hacia el cielo formando los dos brazos de una hipotética lira. También era característica la giba que poseían en la parte anterior del lomo, concretamente sobre los cuartos delanteros. Los chicos le destacaron esas dos características, pero Ikoneti les pidió que se fijaran con más detalle, que miraran con más minuciosidad.

-Todos tienen el mismo corte en las orejas. -dijo al cabo de un rato Makutule.

-Eso es. -le contestó su padre- Ése es el detalle que quería que os fijarais.

-¿Y por qué? -preguntó Lengwesi.

Observesé el corte en la oreja izquierda del animal.
-Es nuestra marca. -le explicó su padre- Aprendedla bien. Nuestras vacas, nuestro ganado siempre tendrá ese corte en la oreja. Por ese corte sabréis que una vaca es vuestra, y la podréis reclamar ante cualquiera que diga que es suya. Nadie podrá discutiros vuestro derecho sobre ella. Es la señal de nuestra casa.

Una exclamación de admiración surgió de la boca de ambos niños. Estaban aprendiendo en esa salida un montón. Ikoneti prosiguió.

-Las vacas nos dan todo en nuestra vida. Nos dan la comida. La leche, la sangre, el queso y, a veces, la carne. También usamos su estiércol como combustible, porque quema muy bien y dura mucho tiempo encendido. Lo usamos también para la pared de nuestras casas. Si mezclamos el estiércol de la vaca con la tierra, éste se volverá duro y hará que la pared de la casa sea dura, y no penetre el frío o el calor y se pueda vivir en ella. Las pieles de las vacas nos sirven para vestirnos, y para taparnos en las camas durante las épocas de frío. Nuestras manos no se cortan con el frío o con el trabajo duro gracias a su orina. Cuando vemos que se van a cortar, bien porque llevamos mucho tiempo a la intemperie, bien porque el frío se ha quedado muchos días entre nosotros, usamos la orina del ganado y nos lavamos las manos con ella, y vuelven a ser suaves, como si fuera el primer día de trabajo. Nuestras calabazas, donde guardamos la leche, y su sangre, se hacen de cuero curtido, de su piel. Y la mantequilla de nuestros rituales se obtiene a partir de su leche. Recordad, hijos, las vacas son todo para el Maasai.

Los niños escuchaban sin perder detalle todo lo que su padre les estaba contando. Ikoneti continuaba.

-Engai, nuestro Dios, nos concedió todo el ganado para cuidarlo cuando creo el cielo y la tierra. Por eso debemos tenerlo siempre con nosotros. Y no debemos dejar que sea maltratado, debemos defenderlo de las fieras, e incluso de otros hombres que no sepan cuidarlo, y podemos arrebatárselo y quedarnos con él. Pues Engai así nos lo permitió al hacernos los guardianes del ganado.

-Pero, -comentó Makutule- si otros hombres cuidan bien del ganado, no es necesario quitárselo, ¿verdad, padre?

Ikoneti le sonrió, como quién sonríe a alguien que aún no ha descubierto todos los entresijos de una madeja de hilo y se deja llevar solamente por su superficie.

-Querido Makutule. Cuando llegues a guerrero, cuando alcances el grado de Morani, que lo alcanzarás, te darás cuenta que nadie cuida mejor del ganado que los Maasai.
Jóvenes guerreros Maasai.

Makutule quedó apesadumbrado. No terminaba de entender. Y la respuesta de su padre no le había resuelto el problema que surgía en su cabecita infantil.

-Por eso, -siguió Ikoneti- a partir de ahora, vais a empezar a ser los dos pastores de mi ganado.

De pronto, la cara de Makutule se iluminó, Lengwesi que se había ensimismado con el pensamiento de ser guerrero, dio un respingo. Ambos niños empezaron a preguntar al padre tantas cosas que Ikoneti no tuvo más remedio que hacerles callar.

-Tranquilos, tranquilos. Os creéis que es como jugar. No, mis queridos hijos. No es un juego. Aquí vais a empezar a crecer como hombres.


domingo, 25 de septiembre de 2016

SI NO ESCUCHAN A MOISÉS Y A LOS PROFETAS, NO SE CONVENCERÁN NI AUNQUE RESUCITE UN MUERTO


De esta forma tan contundente acaba la parábola del pobre Lázaro y del rico que se lee hoy en todas las iglesias del mundo católico.

Y me resisto a hablar del rico “Epulón”, pues es un nombre inventado, ya que en el texto evangélico en ningún momento se nombra de ninguna manera al poseedor de tan inmensa fortuna en la tierra y tan desdichado destino después de su muerte. Simplemente sabemos que es rico, y que en su puerta se encuentra un mendigo que se llama Lázaro.

De esta parábola se puede hablar mucho, durante largo tiempo, y se pueden extraer un montón de reflexiones, obteniéndose un gran número de conclusiones. Pero esta vez me quiero referir sólo a una. A algo que ya había experimentado a lo largo de mi vida, a pesar que, como buen testarudo que soy algunas veces, solía rebelarme contra ello. Y se trata precisamente de lo que trata el final de la parábola. Cuando la gente, el ser humano, no quiere convencerse, nunca dará su brazo a torcer.
Sábana Santa de Turín. Imagen frontal.

Hace unos años, una persona me preguntó si creía que la Sábana Santa era auténtica o era otra estafa más dentro de la multitud de reliquias falsas que andan pululando por el mundo. Mi respuesta fue tan sincera como aplastante: “Quizá sea la reliquia más auténtica que exista pero el que yo crea o no crea en la existencia de Jesús como Hijo de Dios no depende de una prueba científica. De hecho, el que mi creencia en una determinada Fe o Religión dependa de una prueba científica pervierte dicha creencia.”

¿A dónde quiero llegar? A algo que ya decía Jesús hace 2.000 años. Y que es sumamente actual. Aquél que no quiera creer en algo, por muchas pruebas científicas que se le presenten seguirá sin creer. ¿Nos quieres decir, querido Jesús que es actual porque actualmente no creemos en un Dios? ¿No son aquellos fanáticos de un Dios, los del DAESH, los que la traen liada, los “culpables” de todo lo que está pasando?
DAESH. El fin de la foto es expresión gráfica del texto, no publicidad del grupo.

No. Mi visión no es tan estrecha. Mi reflexión no es tan corta. Es actual porque el hombre occidental del s. XXI no es que no crea en un Dios, es que no cree en unos valores que le hagan que a los pobres del s. XXI les permitan “saciarse de lo que caía de la mesa del rico” (Lc 16, 21). El mundo occidental, el primer mundo es el poseedor de la mayor parte de la riqueza de este planeta. Las fortunas más grandes, las sociedades más avanzadas, las rentas per cápita más altas, los sistemas de bienestar mejores se encuentran en nuestra parte del planeta. Somos los “ricos”, con gran diferencia, respecto del resto de la humanidad. Y como tal nos comportamos. Vestimos bien, gastamos nuestras riquezas, disfrutamos de nuestros niveles de vida. Hasta aquí no quiero que nadie vea una denuncia a ese nivel de vida.

Pero, sin embargo, cuando la parte de la humanidad más desgraciada, que sufre necesidad por guerra, cataclismos, o por nuestro propio enriquecimiento, nos pide ayuda, no solemos mover un dedo. Como sociedad, me refiero. Hay grandes esfuerzos a partir de organizaciones y personas particulares, pero como sociedad no movemos un dedo. Hagan una prueba. Durante siete días, en las conversaciones de sus círculos de amistades, simplemente lleven la cuenta de las veces que se habla del drama de los refugiados. ¿Una? ¿Tres? ¿Cinco? ¿O ninguna? Bastante tenemos con el día a día. Eso sí, si sale la foto de un niño lleno de sangre y de polvo, si hablaremos de ello, porque es impactante, es “espectáculo”. Así somos los seres humanos.
Niña refugiada en el puerto de Calais

Pero cuando alguien que realmente se da cuenta del infierno que se vive en los distintos lugares del mundo de dónde llegan los refugiados que llaman a las puertas del “primer mundo” y pide “que les dé testimonio de estas cosas” (Lc 16, 28) no solemos hacerle caso. O solemos hacerle caso los 3 minutos que dura el reportaje del telediario; o nos “solidarizamos” indignándonos con los dirigentes de los países que provocan todos estos hechos. Pero nada más. No nos movemos más. Nuestra movilización se limita a esos minutos del reportaje. Luego nuestra vida es nuestra y de nadie más. Como el rico de la parábola.

Entonces, alguien que aún cree en la capacidad de sorpresa de nuestro mundo. Alguien que aún cree que un golpe espectacular puede mover las conciencias dormidas del primer mundo. Alguien que aún cree que este primer mundo cree en los milagros y se maravilla con las cosas maravillosas. Alguien, en fin, que tiene algo de fe en raza humana, dice que “si un muerto va a ellos, se arrepentirán.” (Lc 16, 30). Entonces es cuando oirá desde el seno de Abrahán las palabras que encabezan la entrada de hoy:

“NO SE CONVENCERÁN NI AUNQUE RESUCITE UN MUERTO”

Refugiados sirios llegando a la costa de Mitilene

jueves, 22 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS (LCP) Cap 36: La madrugada de Lengwesi y Makutule.

Choza Maasai. Se pueden observar las paredes revocadas con excrementos de vaca. La techumbre esta realizada
con palos entrelazados y cubiertos con paja y otro tipo de hierbas secas.

Aquella mañana, Ikoneti llegó temprano a la puerta de la choza dónde vivían Lengwesi y Makutule.

-¡Mujer! -gritó desde la entrada- Dí a tus hijos que salgan.

A la llamada, más bien orden, del Maasai, salió una mujer, medio dormida, con los ojos entreabiertos, encorvada debido a la baja altura de la entrada, y mirándole, le preguntó:

-¿A qué vienen esas voces a estas horas de la madrugada?

-Hoy vienen conmigo a seguir su instrucción de auténticos Maasai.

-¿Y tiene que ser tan temprano? Están durmiendo aún y... -protestó la mujer.

-Sí. Deben estar preparados para todo, mujer.
Mujer Maasai construyendo su choza.

Ante la determinación de Ikoneti, la mujer desapareció en el interior de la choza. La choza la había construido con ramas, que había clavado verticalmente para formar el entramado de las paredes; barro, para ir tapando los entresijos entre las mismas; y excrementos de las vacas, con los que había cubierto todas las paredes de la choza, para conseguir un ambiente lo más aislado posible de los cambios de temperatura exterior que sufría la sabana africana. Para ese menester, le habían ayudado las otras mujeres de Ikoneti. El techo se había hecho de la misma manera, conjugando las ramas, paja e hierbas secas de forma que pudiera escaparse el humo del fuego que se prendía en el interior para caldear el habitáculo así formado. Los enseres eran sencillos. Los dos niños dormían sobre unas esteras de palos más o menos finos, que permitían cierta comodidad a sus jóvenes cuerpos. Su madre les despertó.

-Venga, gandules, que vuestro padre os espera a la puerta.

Los chicos se revolvieron en sus camastros, adormilados.

-No, mama, más tarde.

-Venga, levantaos. Ya sabéis que a vuestro padre no le gusta esperar. Vamos. -y sacudió sus cuerpecillos con las manos- Venga. Que me vais a hacer enfadar a mí también.

-Vaale. -respondieron los chicos. Levantándose y restregándose los ojos, se dirigieron a la puerta.

Cuando salieron al exterior, vieron la figura de su padre. Se proyectaba sobre el horizonte ese amanecer de forma soberbia. Alto, fuerte, todo su cuerpo denotaba la agilidad que después demostraba en la sabana. Esbelto, de facciones finas. Vestido con el manto rojizo a cuadros, que le rodeaba el torso. Llevaba el pelo afeitado. No le gustaban las trenzas que poseían otros Maasai. Otros miembros de su tribu se peinaban de forma complicada y decorativa, untándose de grasa y barro, tiñéndose el pelo de ocre rojizo. A Ikoneti le gusta ir afeitado. No se había dejado crecer el pelo desde que dejó de ser guerrero, hacía ya de eso varios años. Sí llevaba, en cambio, varios brazaletes repartidos en sus dos brazos y pendientes en ambos lóbulos de las orejas.

Ikoneti miró a sus hijos, sonriendo. Sentía una mezcla de amor y orgullo. El día anterior les enseñó el origen de su pueblo. Hoy les iba a comenzar a enseñar la forma de vida que debían seguir de ahora en adelante. Se dirigió a ellos.

-Venid conmigo. Hoy vamos a ver nuestro ganado.

Los chicos se alegraron, irrumpieron en gritos y saltos de alegría alrededor de su padre. Tanto alboroto formaron, que Ikoneti les tuvo que reñir.

-O estáis tranquilos, o volvéis a la choza.

Los chicos pararon. Sabían que su padre lo decía en serio. Su padre era justo, pero era también un padre muy severo. Y cumplía todo aquello que decía. Por lo que valía la pena obedecerle.
Enkang o Boma Maasai.

Salieron del cercado de la boma o enkang. El enkang o boma es la aldea básica en que suelen vivir los Maasai. Comprende a varias familias, y está constituido por unas diez o veinte viviendas aproximadamente, junto con un cercado o empalizada para encerrar el ganado. Todo el conjunto está rodeado por una valla de espinos de una altura cercana a los dos metros, bien intrincada, para evitar que pasen los animales salvajes.

Ikoneti con sus dos hijos, salió de la boma y se dirigieron hacia el horizonte, hacia dónde pastaba su ganado, el ganado de Ikoneti.
Pastor Maasai con su ganado

jueves, 15 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS. Cap 35: Retazos de la historia del pueblo Maasai


Queridos amigos de La Cultura de los Pueblos, tras conocer la leyenda del origen del pueblo Maasai, tras haber presenciado, llevados por ese magnífico vehículo de que dispone el ser humano que es la imaginación, cómo un padre transmitía a sus hijos el saber ancestral sobre el nacimiento de su pueblo, sobre la razón de porqué y para qué estaban en el mundo; y no sólo eso, el cómo había nacido ese mundo; una vez que hemos conocido todo ello, vayamos a lo que los sesudos científicos conocen o han podido averiguar sobre el pueblo Maasai, sobre sus orígenes y su historia.

En primer lugar hay que decir que, según las distintas fuentes a las que acudamos, su población actual ronda los 880.000 individuos. Por tanto, nos encontramos con un pueblo indígena relativamente pujante. No se trata de las etnias del río Omo, la mayor de ella, los Hamer, alcanzaba los 46.000 individuos. Lo importante en el caso de los Maasai es que, a pesar de que constituyen uno de los mejores ejemplos de resistencia a la inculturación, al sometimiento a reglamentos, leyes o mandatos exteriores a su propio pueblo; sin embargo, su cultura puede estar diluyéndose. Sus formas de vida ancestrales chocan con las formas "civilizadas" actuales y, como veremos en las próximas entregas, tienden a la desaparición. Pero ya lo iremos viendo.
Maasailandia. Territorio Maasai.

Tienen una religión tradicional, con un Dios supremo, Ngai. Algunos han adoptado el cristianismo, fruto de la labor evangelizadora de los distintos grupos misioneros que han llegado a ellos. Son pastores nómadas, su vida gira en torno a su ganado vacuno que constituye su riqueza. Lo rico que es un hombre se mide por las vacas que posee. Por ello, siempre van buscando las mejores condiciones para criar a sus rebaños, y siempre se desplazarán allí dónde encuentren mejores pastos para sus reses. Viven en las llanuras abiertas al sudeste de Kenya, en la zona entre las ciudades de Narok y Namanga, y al norte y noreste de Tanzania.

Y su origen se encuentra en una zona que hemos visitado hace muy poco tiempo. El pueblo Maasai es un pueblo de origen nilótico, que en un primer momento se hallaban situados al noroeste del lago Turkana. Sí, justo al lado de la zona del río Omo, dónde hemos estado conociendo a las etnias anteriores, como los Surma, Mursi, Nyangatom, Dassanetch, Karo, Hamer. El pueblo Maasai, durante el primer milenio de nuestra era fue trasladándose junto con sus ganados, en un largo periplo migratorio, hacia el sur, recorriendo la gran fosa del Rift, de norte a sur. Y llegaron, casi como si fueran un pueblo elegido, a las llanuras situadas entre el lago Victoria al oeste, el Kilimanjaro al este, el monte Kenya y lago Nakuru al norte, y las Montañas Nguru al sur. Unas planicies llenas de herbívoros y carnívoros, de animales salvajes, y de hierbas. Unas planicies llenas de pastos donde sus ganados podrían alimentarse de forma continua con el correr de las estaciones. Y se hicieron dueños de las mismas, ocupando un terreno que se calcula aproximadamente en unos 16.000 kilómetros cuadrados, a finales del siglo XVI.
Periplo migratorio Maasai: Rojo = Zona asentamiento s. I; Verde = Zona asentamiento s. XVI.;
Azul = aproximación de la ruta que siguieron a través del valle del Rift

Desde entonces, y hasta la llegada del hombre blanco, a finales del siglo XIX, ejercen una especie de dominio sobre la zona. No sólo se ocupan de pastorear sus ganados. Son un pueblo guerrero. Y como tal, se lo demuestran a sus vecinos, robándoles el ganado y aumentando así sus propios rebaños. Ese continuo enfrentamiento con las tribus vecinas les lleva a ser una de las etnias más temidas, y al mismo tiempo admiradas, de todo el Oriente Africano.
La autora del libro "Memorias de Africa", Karen Blixen, dónde se narra
la vida de la colonia británica de Kenya a principios del s. XX

Es la colonización del s. XX la que hace que este pueblo comience a abandonar su tradicional forma de vida. En un primer momento, comienza la presión del gobierno británico sobre sus tierras, las más fértiles, para incautárselas y cederlas a los colonos para su explotación. Así transcurre la primera mitad del siglo. Posteriormente, con el nacimiento de los movimientos de protección de la fauna, los británicos se dan cuenta de la gran riqueza faunística que poseen en las tierras que hasta entonces eran de los Maasai, y que es mucho más rentable su explotación turística y ecológica que su uso agrícola y ganadero. Esto llevará a la expulsión de los Maasai de amplias zonas de sus territorios, como ya vimos en la entrada sobre el problema de Loliondo.

Con la independencia de los países de la metrópoli británica en los años 60 del pasado siglo tampoco les va a ir mucho mejor, sobre todo en Kenya. Parte de su tierra será nuevamente embargada para utilizarla en la agricultura debido a la presión demográfica y pasarán por un periodo de pobreza y desorganización. Será a partir de la última década del siglo cuando, gracias a cambios en el gobierno, comience una colaboración con el mismo, aunque no todos en Kenya vean esta colaboración con buenos ojos.
1 de junio de 1963. Independencia de Kenya. Investidura de Jomo Kenyatta como primer presidente de la joven nación africana

También a partir de esos años, y vuelvo a hacer referencia como ejemplo a la entrada sobre Loliondo, los Maasai comienzan a ver las posibilidades que posee el ecoturismo, comienzan a organizarse, a defender sus derechos, a darse a conocer internacionalmente y de esa forma conseguir victorias sobre un progreso que en bastantes casos destruye más que construye. Aunque creo que esta reflexión la dejaremos para otro día, pues el pueblo Maasai nos espera con sus costumbres y tradiciones.

Pero hasta ese momento, tened buena navegación por la red. Nos vemos en ella.

jueves, 8 de septiembre de 2016

LA CULTURA DE LOS PUEBLOS. Cap 34: El origen legendario del pueblo Maasai

Afueras de poblado Maasai, en plena sabana africana

Ikoneti salió de su poblado, acompañado por sus dos hijos, Lengwesi y Makutule. Aún quedaba un tiempo para que la tarde decayera, pero Ikoneti quería vivir con sus hijos un momento único, tal como hizo su padre con él, hacía tanto tiempo. Ikoneti iba recordando por el camino como su padre le cogió aquel día de la mano, cuando estaba a punto de cumplir siete años, y lo sacó de la boma donde vivía con su madre y sus hermanas.

-¿Dónde vamos, papa? -fue su pregunta.

-Ya lo verás. -respondió su padre.

Anciano Maasai

Su padre era parco en palabras. Solía hablar poco. Pero lo poco que hablaba era suficiente para que todos obedecieran. Su padre era uno de los ancianos más respetados en el poblado Maasai. Recordaba como defendió el derecho de los Maasai sobre la caza del león en sus tierras frente a los invasores que venían de lejos. Recordó cómo habló al resto de los ancianos del poblado del valor y de la gallardía del Maasai respecto al resto de los pueblos, incluso del recién llegado del este, del hombre blanco. Ellos tenían unas lanzas que escupían fuego a distancia. ¿Qué valor tenía eso? Podían matar a la fiera de lejos. ¿Era eso ser guerrero?
Familia de leones en la reserva del Maasai Mara. Kenya

Ikoneti sonreía mientras recordaba cómo su padre encogió el alma de todos los ancianos de la tribu al recordarles la lucha de todos sus antepasados y el origen de los Maasai, ese origen que ahora iba a contar a sus hijos.

Sus hijos. Los miró con amor y con tristeza. ¿Qué camino tomarían? Aún eran pequeños, habían cumplido seis y siete años. Estaban yendo a la escuela de la misión, dónde les enseñaban a leer y escribir. Les enseñaban a valerse por sí mismos en el mundo que se imponía y que lanzaba sus tentáculos, llegando hasta aquella remota aldea Maasai. Era el progreso. Así lo llamaban. Él prefería llamarlo el fin, la destrucción de toda una cultura.
Escuela en Tanzania

Por eso era importante comenzar a enseñar a sus hijos las costumbres Maasai. Los orígenes, de dónde provenían, el porqué de sus ritos y ceremonias. Por eso ahora tocaba contarles porque Dios les quería como les quería. Como guerreros.

Por fin alcanzaron el sitio. Era la cima de una pequeña loma, alejada unos kilómetros de la aldea. Desde allí se podía divisar toda la gran llanura que se extendía hasta un conjunto de montes lejanos al poniente y si se miraba en dirección a levante había un único monte, con la cima nevada, que se distinguía levemente entre la bruma que lo cubría. Allí es dónde, en un primer momento, Ikoneti hizo que los niños miraran.

-Mirad la gran montaña que tenéis allá, a lo lejos.

-Sí, padre. -contesto Lengwesi, que era el más extrovertido. Makutule asintió con un movimiento de cabeza y ambos niños se quedaron fijos mirando el espectáculo del Kilimanjaro iluminado por los rayos del sol del atardecer.

-Allí vive Ngai, nuestro Dios. -dijo Ikoneti. Los niños lanzaron una exclamación de admiración- Por eso nosotros, los Maasai llamamos a esa montaña Oldoinyo Ngai, "La Montaña de Dios", y la adoramos como el hogar de Ngai.
Vista oeste del Kilimanjaro

Los niños seguían extasiados con la vista que ofrecía la montaña, que si de por sí era atrayente, al unirse a la historia que les estaba relatando su padre, ésta se volvía para ellos casi mágica.

Cuando los primeros grises del atardecer comenzaron a hacerse presentes, su padre les pidió que se dieran la vuelta y se sentaran en el suelo, para ver con tranquilidad la puesta de sol.

El sol, antes de desvanecerse en el horizonte, aumentaba de tamaño y adquiría unos tonos más ocres. Su luminosidad, que durante todo el día iluminaba la sabana, el poblado y a sus gentes, pasaba de forma paulatina del amarillo al ocre y de éste al rojizo intenso, semejando un inmenso plato de loza que terminaba desvaneciéndose en el horizonte.

Sentados cómodamente los tres en el suelo de la loma, el padre y los dos hijos, mientras disfrutaban del espectáculo del atardecer de la sabana, Ikoneti comenzó su relato.

-Queridos hijos. al principio de los tiempos el cielo y la tierra eran uno. Y ese uno era Dios. Y ese Dios era Ngai. Un buen día Ngai decidió separar el cielo de la tierra. Y viendo ambos, decidió vivir en la tierra, en Oldoinyo Ngai, la montaña que os he enseñado.

Los dos niños escuchaban atentamente. Ikoneti continuó su relato.

-Ngai es el Dios supremo. Pero puede manifestarse de dos formas. Como Ngai Narok, el Dios Negro, el Dios bueno, benévolo, el que nos cuida. Él nos trae las lluvias, las hierbas las hace crecer para que nuestros rebaños puedan pastar y para que nuestra comunidad pueda prosperar. Él se manifiesta en el trueno. Pero también puede aparecer de otra forma. En forma de Ngai Na-nyokie, El Dios Rojo y vengativo, que se muestra en los relámpagos, cuando caen sobre los árboles, los animales y las personas y los quema o, peor aún, los mata. Es el culpable de las sequías, el hambre y la muerte.

-Entonces, -se atrevió a preguntar Makutule- ¿Ngai es malo?

Ikoneti le miró, miró al horizonte y, extendiendo los brazos, le contestó.

-¿Crees que es malo Aquel que separó todo esto y que se dio para que nosotros podamos vivir de ello?
Guerrero Maasai contemplando el cráter del Ngorongoro

-Pero tú dices que es responsable de las sequías y del hambre y de la muerte. -insistió Makutule.

-Así es, porque todo surge de Él. Lo que me recuerda que debo contaros la segunda historia, que es sobre el origen de los Maasai, nuestro pueblo. Pero si no queréis...

Ambos niños comenzaron a protestar y a pedírselo en voz alta y cuando al alboroto bajo de volumen, su padre se dispuso a contarla.

-Pues bien. Ngai tenía tres hijos. Y un buen día les dio tres regalos.

-¡Alá! ¡Cuántos regalos! ¡Qué bien se lo pasarían! -dijo Lengwesi.

-No te equivoques. -le respondió su padre- Un regalo para cada uno.

Los rostros de los niños expresaron una pequeña decepción.

-El primero recibió una flecha. Y a partir de entonces se ganó la vida cazando. Son aquellos congéneres nuestros que viven de lo que cazan y recolectan en el bosque. Al segundo le dio una azada para cultivar la tierra. Esos debían curvar su espalda y romper la superficie de la tierra, hacer heridas en la piel de Ngai para sobrevivir, una atrocidad. Al tercero le dio un palo. Ya os imagináis para qué, ¿no?

-Para el ganado. -dijeron ambos niños al unísono.

-Sí, pero el tercero no lo entendía y preguntó "¿Qué puedo hacer con un palo, poderoso Ngai? No sirve como la azada ni como la flecha, solo ahuyenta a los animales". Y Ngai le contestó: "No para ahuyentar, sino para conducirlos en rebaños, mi querido Natero Kop, es el palo." Porque debéis saber que el tercer hijo se llamaba Natero Kop. Y es de ese tercer hijo del que descendemos todos los Maasai.

Una exclamación de admiración surgió de las gargantas de los dos niños.

-Por eso los Maasai somos los guardianes del ganado y tenemos derecho sobre los mismos. Por eso cualquier otra actividad para nosotros es inferior. Por eso, si rompemos la tierra, rompemos la piel de Ngai, de Dios. Por eso cuidamos de lo que Ngai nos encargó. Los animales, el ganado, nuestro ganado.
Pastores masaais cuidando su ganado

Un silencio casi sagrado se extendió sobre la loma, en medio de la sabana. La figura de los tres seres humanos, un adulto y dos niños, se recortaba en el horizonte mientras el sol lanzaba sus últimos rayos de atardecer, antes de ocultarse detrás de las lejanas montañas.

Al desaparecer el último rayo de sol, Ikoneti se levantó, cogió a sus dos hijos de la mano e inició el camino de regreso al poblado. Para Lengwesi y Makutule había sido una experiencia inolvidable. Habían pasado un atardecer con su padre en el que le había sido revelado el origen de su pueblo y la razón por la que eran tan distintos a otros pueblos con los que convivían. Y habían dado los primeros pasos en las costumbres y conocimiento de la sociedad Maasai de la que se sentían parte.
Maasai en la sabana, al pie de un volcán dormido