lunes, 29 de diciembre de 2014

LOS ESTUDIOS DE JANE GOODALL (2ª parte)


Hablábamos en el post anterior de los estudios de Jane Goodall sobre los chimpancés llevados a cabo a lo largo de décadas en el Parque Nacional de Gombe, en Tanzania. Y nos referíamos a su descripción del grupo familiar de estos primates con los que convivió durante la década de los sesenta del pasado siglo. Nos quedábamos en el momento en que Jane Goodall comenzaba a estudios la conducta de los chimpancés frente a otros grupos. Y nos referíamos a que el hallazgo que descubrió alejó mucho la imagen idílica de nuestros primos en la evolución.

Lo que encontró en sus observaciones lo refleja en sus últimos libros y existen unos documentales de National Geographic, institución que lleva trabajando con Jane desde hace muchos años, que lo muestran en imágenes. Los chimpancés machos, a una señal del líder del grupo se reúnen y se aprestan a realizar un recorrido del territorio del grupo. En ese recorrido, como si se tratara de una patrulla de reconocimiento, se mueven por los bordes de su área de influencia, valorando las distintas señales que les proporciona el hábitat selvático en que se mueven. Escudriñan las copas de los árboles, escuchan los distintos ruidos que pueden oírse en la floresta tropical, e incluso se paran a observar si hay algún cambio, alguna pista, algún rastro de otros animales que puedan constituir un peligro para el grupo. Hasta aquí todo dentro de cánones que vuelven a ser "antropomorfos". Jane Goodall aprecia que muchos de los comportamientos que observa en los primates pueden extrapolarse a los humanos.

Pero la tragedia surge cuando un buen día, mientras Jane observa el recorrido de reconocimiento del grupo, oye unos sonidos desconocidos. Se trata de la llamada de otro chimpancé, de un individuo joven, y que se encuentra cerca del lugar donde ella está observando a su grupo de primates. De pronto, el macho líder del grupo se para, levanta la cabeza y se queda quieto, escuchando. El resto del grupo lo imita. Jane nota una tensión en el ambiente que antes no había experimentado. De repente, en una fracción de segundo, el macho líder, seguido de los suyos, se lanza a una carrera enloquecida, emitiendo una serie de gritos que la aturden, y golpeando troncos de árboles, arrancando ramas y hojas, en dirección donde hacía unos segundos se oía la llamada del joven chimpancé perdido, lejos de su grupo. Jane, con sus ayudantes, corre hacia el lugar adonde se han dirigido los monos, fácil de seguir por la algarabía de gritos y por las señales de destrucción que han ido dejando a su paso.
Cuando, tras un breve trecho, llegan al lugar donde han parado los monos, la escena que ve le hiela la sangre. Los monos están golpeando, vapuleando al joven chimpancé. Dos o tres veces que trata de huir, es atrapado nuevamente y la paliza comienza de nuevo. Tras un largo rato de recibir golpes, el joven chimpancé no se mueve. Es como si aceptara su destino de ser apaleado sin fin. Jane se fija en él y se da cuenta. El chimpancé está muerto.

Pero si la escena del apaleamiento le heló la sangre en las venas, a Jane todavía le queda lo más horroroso. El macho líder, al comprobar que el joven chimpancé ha muerto, comienza a descoyuntar el cuerpo exánime del mono. El resto le imitan, y la escena se convierte en una orgía de carne, sangre y vísceras. Jane ve horrorizada como sus chimpances, que eran tan solícitos dentro del grupo, están despedazando y comiéndose a un congénere. Puede ver al líder; que le había visto crecer, desarrollarse, conseguir el liderato del grupo; que había disfrutado de su porte erguido, cuando el chimpance miraba con orgullo a sus propios retoños; puede ver al líder comiendo las vísceras del jóven, devorando el corazón del mismo, con tanto deleite como un gourmet puede devorar un suculento solomillo de carne.

Toda la imagen idílica del chimpancé se perdió aquel día. Todo el papel de paraíso perdido que se dio al grupo de chimpancés se perdió en ese instante. La familia ideal de la selva saltó por los aires. Los chimpancés no sólo se parecían al ser humano en las virtudes. También se parecían en los vicios. Los chimpancés eran violentos, como el hombre. Los chimpancés disfrutaban con la muerte de un congénere, como el hombre. Los chimpancés se dejaban llevar por la masa, como el hombre.

Jane Goodall siguió con su estudio e investigación sobre los primates. Y pudo comprobar, junto a su equipo, que los grupos de primates forman hordas que bien pudiera parecerse a las bandas callejeras. Que esas hordas recorren su territorio para defenderlo de intrusos. Que cuando los encuentran, el enfrentamiento es a muerte. No hay cuartel. Y que son caníbales. Que se comen a sus víctimas, a los congéneres abatidos en la reyerta. Pero descubrieron algo más. 

Cuando estas hordas, al frente de las cuales siempre está un macho poderoso tanto desde el punto de vista físico como desde la agresividad; se sienten poderosas, cuando han expulsado a muchos congéneres, cuando han rechazado a otros grupos de chimpancés, cuando han vencido muchas veces, estas hordas se atreven a invadir los territorios de otros grupos vecinos. Realizan expediciones de conquista. Se transforman en un pequeño ejército que invade las zonas limítrofes, se enfrenta con los otros grupos de chimpancés, los aniquila y asume su territorio.

La identidad de pertenencia a un grupo. La agresividad. El afán de conquista. Todas las pulsiones que han marcado la historia del hombre, a través de su recorrido en el tiempo en nuestro planeta Tierra, le vienen de antiguo. Están profundamente marcadas en el trasfondo biológico, social y cultural. Y marcados desde hace millones de años, heredados, tanto nosotros como los chimpancés, de un ancestro común y moldeados a lo largo de los milenios.

La idea de humanidad, como comunidad fraternal, y de humanismo lleva muy poco tiempo desde el punto de vista evolutivo. Se puede hablar del comienzo de esa idea con Zoroastro hace 2.500 años. Esos pocos miles de años de nacimiento y desarrollo de esas ideas, en comparación con los millones de años de evolución desde nuestro ancestro hasta hoy, es muy poco tiempo. Al hombre aún le queda mucho camino que recorrer. 

Por eso, cuando los grupos humanos se enfrentan, como se enfrentaron hace unas semanas dos hinchadas rivales, y vemos este enfrentamiento tan sin sentido, quizá debiéramos profundizar en nuestra mente y reconocer la parte de ser vivo que aún yace en nosotros y que aún influye en muchas de nuestras conductas, aunque no sepamos darnos cuenta de ello.

Por último, quizá deberíamos desechar el término antropomorfo cuando vemos en ciertos animales conductas similares a las del hombre. Quizá deberemos pensar que, tal vez, somos nosotros los que hemos heredado esas conductas y lo que creemos humanidad, es fruto del conocimiento y la experiencia de millones de años de evolución de todos los seres vivos, no necesariamente humanos, que nos precedieron. Jane Goodall se dio cuenta de ello, ¿y nosotros?



lunes, 22 de diciembre de 2014

LOS ESTUDIOS DE JANE GOODALL


Cuando Jane Goodall comenzó el estudio del comportamiento de los chimpancés, en la reserva de Gombe, allá por los años sesenta del pasado siglo, lo primero en que se fijó fue en el comportamiento intragrupal. El comportamiento intragrupal, como su propio nombre indica, se refiere a las conductas de cada uno de los individuos con sus congéneres que forman el propio grupo familiar. Son relaciones, por tanto, cercanas. Se trata de individuos interdependientes, incluso unidos por lazos de sangre de forma directa. Todo ello provocó un "sesgo", una contaminación en esas primeras observaciones.



En estas primeras observaciones, Jane Goodall consideró el comportamiento de los distintos miembros del grupo. La conducta solícita de las madres, y de las hembras en general, hacía las crías. Los juegos protagonizados por los más jóvenes, que en alguna que otra ocasión recibían una reprimenda de los adultos, que a veces se parecía bastante a la riña de un progenitor humano, madre o padre, hacia su cría, hacia su hijo, cuando este último se había portado mal. También la mirada displicente, vigilante del macho o machos dominantes, que cuidaban que al grupo no sólo no le faltara el alimento, sino además, protegerlo frente a los peligros del ambiente en que se movía. 

En resumen, su descripción de la vida de un grupo de chimpancés se asemejaba mucho a la del paraíso perdido por el hombre, a la vida idílica que deseábamos que tuviera la especie humana en sus orígenes, se asemejaba a la vida ideal de una familia humana estructurada de los años sesenta. Y sin darse cuenta, llevada de su amor por estos primates, respondiendo al deseo del ser humano de vivir feliz, antropomorfizó a los chimpancés. Hizo lo que los buenos fabulistas de siglos pasados hacían con el burro, el perro, el gato y tantos otros animales. Estos fabulistas les daban caracteres que hasta entonces sólo se atribuían a los humanos. El habla, el pensamiento, los sentimientos, la capacidad de comunicarse hablando une perro con un gato, un lobo con un oso, e incluso, el sol y el viento. De esto se trata cuando hablamos de antropomorfizar. Y esto fue lo que Jane Goodall, de forma sutil, tan sutil que ni ella misma se dio cuenta, hizo con los chimpancés que vivían en la reserva de Gombe.



Pero los estudios sobre el comportamiento de nuestros primos en la aventura evolutiva continuaron. Jane Goodall publicó varios libros, protagonizó documentales y todo ello le permitió, no sólo una fama a nivel mundial, sino la obtención de los fondos necesarios para continuar su proyecto de investigación. En esos libros Jane Goodall mostraba la comunidad familiar de los chimpancés de la reserva de Gombe tal como ella la había visto durante esos años.

Ahora, frente a ella surgía un nuevo reto. Era preciso conocer la relación entre grupos. La investigación daba un nuevo paso adelante. Quería conocer qué tipo de relaciones mantenían los distintos grupos entre sí. Quería saber si eran territoriales, si establecían alianzas frente a enemigos comunes como el leopardo, si existía el cambio de individuos de unos grupos a otros. Jane había observado alguna escaramuza de alguno de sus chimpancés con otro "extranjero" que aparecía de forma temporal y que se marchaba al cabo de pocos días. Pero lo que descubrió en esa fase del estudio fue mucho más terrible de lo que nunca hubiera podido imaginar.

Pero eso, por su extensión e importancia, lo dejaremos para el próximo post. 
Mientras tanto, queridos amigos de "culturayserenidad", les deseo a todos: Feliz Navidad.

domingo, 7 de diciembre de 2014

LA HISTORIA DEL "AGUA DE FUEGO"


El "agua de fuego", famosa por el uso y abuso que se muestra en las películas del Oeste, siempre por parte de los indios, tiene un origen muy curioso. Y éste origen nos muestra que la funesta adicción que tuvieron todas las tribus indias no sólo tenía bases biológicas, por necesidad fisiológica de seguir consumiendo, sino que en un primer momento fue cultural. Me explico.

Cuando las poblaciones indígenas de América del Norte no conocían aún al hombre blanco, al rostro pálido; cuando estos pueblos no habían contactado con el mundo occidental, vivían según sus tradiciones. Tradiciones ancestrales, que habían ido pasando de generación en generación. Y en todos los poblados de las distintas tribus había unas personas que eran las depositarias del saber ancestral. Y, según sus creencias, eran las encargadas de contactar con el mundo de los espíritus; con el espíritu del lobo, del oso, del águila, del bisonte, de sus antepasados. Estas personas eran los chamanes.





Los chamanes eran respetados en toda la tribu, pues eran los que en todo momento sabían lo que le convenía al poblado. Y llegaban a saberlo a través del contacto con el más allá. Para conseguir entrar en trance, y para conseguir hablar con los espíritus, se ayudaban de una serie de plantas, -"plantas de poder" son llamadas en los círculos esotéricos- que le permitían, tras un proceso de fermentación, entrar en un estado "alterado de conciencia" en el que le era más fácil hablar con los antepasados. Este proceso hacía que el chamán fuera uno de los poderes fácticos de la tribu. Pero llegó el hombre blanco.

Los españoles primero, y los anglosajones después, se dieron cuenta de las posibilidades que se abrían a su conquista si usaban como armas, no los sables, ni las balas, ni los mosquetes, sino otra arma mucho más sutil y aparentemente inocua: el alcohol.
Con los primeros contactos llegaron los primeros intercambios. En esos intercambios comerciales realizados en territorio indio, éstos le ofrecían al hombre occidental, de forma hospitalaria, aquello que tenían. ¿A quién, recibiendo una visita de gente forastera, no le gusta presumir de sus tradiciones, de su cultura? ¿A quién, a poco orgulloso que se sea, no le gusta presumir de su tierra? Y los indios, orgullosos de su tierra, de su cultura y de sus raíces, le ofrecieron al hombre blanco la bebida fermentada de sus chamanes, le ofrecieron uno de los secretos guardados durante generaciones, como muestra de amistad.


Y el hombre blanco, como casi siempre ha hecho en los lugares a donde ha llegado, se rió de su bebida, se mofó de sus costumbres, ridiculizó sus tradiciones. "Nosotros tenemos bebida más potente", tronó la voz del hombre blanco con orgullo y desprecio. "Nosotros, con una aparato llamado alambique, destilamos una bebida mucho más fuerte", sentenció el hombre blanco. "Nosotros os daremos a beber <<agua de fuego>>".

Y los indios la probaron. Y vieron que era cierto lo que les decía el hombre blanco. Ese agua era más potente que su bebida fermentada. Ese "agua" quemaba la boca, el paladar, la garganta; quemaba allá por donde iba pasando en el interior del organismo del indio. 

Pero lo que más le atrajo al indio de aquella bebida que había traído el hombre blanco no era que quemara; no era que fuera más potente que la suya; no era aceptar una "supuesta" superioridad cultural del visitante extranjero. Lo que más le atrajo al indio es que podía alcanzar el estado "alterado de conciencia" mucho más rápidamente que con su bebida fermentada. Era que podía alcanzar antes, y con mayor intensidad, el mundo de los espíritus; el mundo de sus antepasados. Pero, además, para el indio de la tribu, para el sencillo componente del pueblo, que aún hacía labores de cazador y recolector, tenía otra ventaja. Esta ventaja era quizá más importante que la anterior. Esta ventaja era la facilidad de acceso al "agua de fuego".


Mientras la obtención de bebidas fermentadas requería un arduo y costoso proceso -selección de hierbas, recogida, secado, mezclado y espera- el "agua de fuego" era tan fácil de conseguir como que bastaba simplemente acordar con el hombre blanco un precio; que solía consistir en pieles de bisonte, de castor o de algún otro animal que caía en las redes del cazador recolector; para que este extranjero le trajera una remesa más o menos amplia de ese "agua de fuego" que les permitiría acceder a un mundo que hasta ahora les había sido vedado y que, hasta ahora, sólo pertenecía a los chamanes.


El pueblo indio de Norteamérica se aficionó al "agua de fuego" no porque fueran estúpidos, que no lo eran. Se aficionó no porque comenzaran a beber sin sentido de la medida. Se aficionó no sólo por razones fisiológicas, aunque el alcohol les producía la misma dependencia física que a los europeos. El pueblo indio se aficionó al "agua de fuego" porque les permitía acceder al mundo de los ancestros. Porque les permitía alcanzar un lugar que hasta entonces había estado vedado sólo a unos pocos escogidos entre su pueblo. Se aficionó, en suma, por una razón cultural.

Y, por supuesto, porque el hombre blanco usó la cultura de un pueblo para su propio beneficio, que pasaba por la destrucción de ese mismo pueblo.


Un débil rayo de esperanza aparece en el horizonte para la Nación India en este siglo XXI. Parece ser que en las reservas donde se encuentran los últimos descendientes de esa raza de hombres valientes y orgullosos, estos descendientes están devolviendo también, de modo muy sutil, como venganza poética, la jugada. Ante la codicia del hombre blanco, el pueblo indio ha puesto en marcha un negocio de casinos, y gracias a esa misma codicia, está usándola para conseguir los fondos necesarios para el resurgir de su cultura.

Quizá, algún día, la figura del hombre de las praderas, fuerte, orgulloso y altivo pueda volver a recortarse en el horizonte. Pero para eso, aún queda bastante tiempo.


viernes, 5 de diciembre de 2014

NO FUE LA MANZANA, FUE EDMUND HALLEY

¿Sabíais que el científico más famoso de la era moderna, aquél que sentó las bases del pensamiento científico racional, estuvo a punto de quedar relegado al olvido más miserable?

¿Y sabíais que fue gracias a la curiosidad y honestidad de otro científico el que en el día de hoy se le rinda el justo homenaje que merece?

Todo empezó allá a mediados del s. XVII. 

Trinity Collegue. Cambridge University. 1690.

Isaac Newton estudiaba desde 1661 en el Trinity College de la Universidad de Cambridge. Aunque no destacó como alumno aventajado, sus esfuerzos se dirigieron hacia la investigación de la naturaleza, y dentro de ella, al estudio sobre los fenómenos físicos y astronómicos. Andando el tiempo fue avanzando en sus estudios y conocimientos, algo que le reportó algo de fama entre los círculos científicos. Eso hizo que Robert Hooke -director de experimentación en la Royal Society de Londres en 1662 y secretario de la misma en 1677- comenzara a mantener una correspondencia científica que fue abandonada y retomada en varios momentos. Hasta que en 1679 Hooke trató de retomar la relación de Isaac Newton haciendo que éste comentara las conclusiones a las que el propio Hooke había llegado sobre el movimiento de los planetas. Los comentarios no se correspondían a lo que Hooke esperaba, lo que hizo que ambos científicos se enfrentaran. Robert Hooke era un científico ya mayor, ya reputado, ya con la influencia suficiente como para encumbrar o para hundir a alguien. Y eso es lo que hizo con Isaac Newton.

Robert Hooke

Los dos hombres de ciencia, uno mayor, el otro más joven, tuvieron desavenencias -decir desavenencias es poco, tuvieron un auténtico enfrentamiento- sobre la forma de abordar uno de los problemas que en esos momentos más acuciaba al mundo científico en general y al anglosajón en particular.


Ya era aceptada la teoría heliocéntrica. Los sacrificios de sabios anteriores, como Copérnico, Galileo Galilei y Giordano Bruno -a este último le costó la vida-, habían abierto las puertas al estudio del Universo tal como hoy lo conocemos.
Pero había una dificultad que vencer. Había un vacío en esa teoría que había que completar. Cómo se movían los distintos planetas alrededor del astro rey. Y cómo se movía este último en el espacio, con respecto a los otros cuerpos estelares que poco a poco se iban descubriendo.


Sobre este tema fue sobre el que se produjo el enfrentamiento. Y como suele suceder, el viejo y reputado venció al joven y éste tuvo que conformarse y abandonar la relación con la Royal Society de Londres, en donde aquél era por aquellos años secretario.
Y así tenemos a un joven Isaac Newton, confinado en un departamento de matemáticas y física de la Universidad de Cambridge, con una teoría revolucionaria en el fondo de un baúl porque la cerrazón y miopía de los poderes fácticos de ese momento no aceptaban sus razonamientos.

Edmund Halley

Y aquí aparece la figura de Edmund Halley. El hombre que calcularía la órbita de un cometa por primera vez, lo que le permitiría adivinar su próximo paso cerca de la Tierra, estaba interesado en las matemáticas y la astronomía. Halley frecuentaba los mismos círculos científicos que Robert Hooke y se sintió atraído por los trabajos de éste sobre el movimiento de los planetas. Pero, sin embargo, cada vez que Edmund Halley le pedía una demostración matemática a Robert Hooke de sus conclusiones científicas, éste no sólo no conseguía dar ninguna explicación convincente sino que acababa esgrimiendo el principio de autoridad académica.

Un día, Halley fue informado que existía un joven en la universidad de Cambridge que sí había logrado la demostración matemática del movimiento de los astros. Pero como esta demostración difería de la de Hooke, este último se las había arreglado para apartarle de los círculos científicos londinenses.

Isaac Newton

Halley se acercó a Cambridge a visitar a esa persona. Lo encontró en su estudio y consiguió, no sin esfuerzo, que Isaac Newton le mostrara los cálculos matemáticos. Halley quedó tan impresionado con la exactitud de los resultados que inmediatamente instó a Newton para que publicara sus hallazgos. Y no sólo se conformó con animarle para publicar su obra, sino que se encargó de pagar de su propio bolsillo la publicación de "Philosophiae naturalis principia mathematica", la obra donde Isaac Newton plantea su Ley de Gravitación Universal, dando paso con ello a una nueva era del conocimiento científico.

Todo esto ocurría allá por 1687.